El Gobierno Federal a través del CONACYT, distingue al Antropólogo del INAH Miguel Bartolomé como Investigador Nacional Emérito

Miguel Alberto Bartolomé Bistoletti, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), fue distinguido —junto a otros 16 connotados profesionales— como Investigador Nacional Emérito, reconocimiento público que hace el Gobierno Federal a través del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt.

Al escucharlo hacer una síntesis de sus múltiples vivencias con grupos indígenas de Argentina, Paraguay y México, se infiere que Miguel Bartolomé, un hombre corpulento, de barba espesa y cuidada, pertenece en realidad a distintas geografías, en su mayoría de confines selváticos como su natal provincia de Misiones, “un lugar de alguna manera macondiano, atravesado por diferentes culturas y múltiples relatos”.

Pero esas aproximaciones con lo que denominan la otredad, comenzó a entablarlas en los paisajes de la Patagonia, cuando en su juventud y en soledad buscaba agrestes cimas para ascender. La Patagonia era en esos tiempos, comenta el antropólogo descendiente de lombardos y españoles, un lugar lleno de ecos de la presencia indígena y con una cultura formada por pioneros.

Ahí, entre los mapuches, en un primer acercamiento con el que Bartolomé sólo pretendía averiguar la antigüedad de unos petroglifos, cambió su vocación (inicialmente se matriculó en Arqueología en la Universidad de Buenos Aires) y se decantó por la antropología. Los visitó durante una semana, luego por seis meses y terminó pasando un año con ellos.

“Uno de los aspectos más significativos que me atrajeron fue la manera en que ellos (los mapuches) se relacionaban con un mundo que estaba vivo, es decir, el río, la montaña, las nevadas. Todo tenía intencionalidad. Y la intencionalidad humana también influía en ese mundo en el que había una especie de interacción social constante entre los seres humanos y la naturaleza”.

Miguel Bartolomé entraba en esa dinámica, en conversaciones alrededor de la fogata, en la caza de una presa, en la eliminación de una amenaza en forma de una boa venenosa. Lo hizo entre ayoreos y guaraníes de Paraguay, y fue Avá-Ñembiará, un chamán guaraní, quien le introdujo en los secretos de la selva como lo ha relatado en su libro Librar el camino.

¿Qué sentimiento le embargaba al regresar de esas largas estancias? “Para sintetizarlo —contesta—, una especie de absoluta incomprensión. Argentina ha tenido el complejo de ser un país europeo, aunque ahora cada vez menos, pero en esos años (fines de los 60) mucho más”.

“En ese sentido, un antropólogo empieza a ser un habitante fronterizo entre dos mundos. No es miembro del grupo indígena, por más intentos de aproximación que realice; y para el mundo al que regresa es alguien que tiene una carga de experiencia, de emociones y de conocimiento que le resulta muy difícil de expresar, de transmitir y sobre todo de ser escuchado, porque son vivencias que están muy fuera de las de los otros”.

En el clima hostil marcado por la dictadura militar argentina, Miguel Bartolomé y su esposa, la antropóloga Alicia Barabas Reyna, decidieron trasladarse a México; les animó una invitación hecha por Arturo Warman (a través de la mediación del también antropólogo Scott Robinson Studebaker) para trabajar en la Universidad Iberoamericana, y después se desempeñaron en la Escuela Nacional de Antropología e Historia del INAH.

En México encontró otra realidad o —en sus palabras— una serie de contradicciones notables sobre lo indígena: “La glorificación del indio del pasado y la mínima valoración del indígena del presente”. Un mestizaje biológico que no se traduce necesariamente en uno cultural, de manera que el racismo se aplica al considerado indio, “un individuo siempre definido por sus ausencias, que no posee, que no tiene; y nunca referido por sus presencias culturales, las cuales se desconocen, con excepción de las artesanías, de los bailes… etcétera”.

Como cualquier antropólogo que se precie de serlo, a Miguel Bartolomé le sienta la diversidad, por eso hizo de Oaxaca su terruño adoptivo desde hace algunas décadas. Un territorio con un panorama humano tan complejo como su propia biodiversidad: en él coexisten 14 grupos etnolingüísticos, además de la comunidad negra de la Costa y el desplazamiento de tzotziles provenientes de Chiapas a la zona de Los Chimalapas.

“Oaxaca es realmente una tierra plural, la tierra de la diversidad. Uno cambia de valle y también lo hace de cultura y de clima; la entidad ofrece múltiples posibilidades, hasta existenciales. Esto implica no sólo economías diferentes, sino sistemas simbólicos distintos que relatan ese tipo particular de experiencias del mundo que tiene cada uno de esos grupos”, expresa el investigador del Centro INAH Oaxaca.

De lo anterior se desprende el título del libro más reciente entregado a prensa y que escribió con su esposa Alicia Barabas: Viviendo la interculturalidad. Ambos trabajan en torno a una línea de investigación que intenta dar respuesta a aspectos concretos de la situación intercultural de Oaxaca, exponer cómo son los sistemas políticos nativos o cuáles son las relaciones generales.

Miguel Bartolomé también ha participado en el Proyecto Etnografía de las Regiones Indígenas en el Nuevo Milenio, iniciativa única en América Latina que el INAH inició en 1999, en la que trabajó durante una década como coordinador de las líneas de trabajo: Relaciones interétnicas e identidades indígenas, y Chamanismo y nahualismo, ésta última junto con su esposa.

“Antes de eso, la investigación etnológica y etnográfica había caído en descrédito, estaba muy ideologizada por los problemas políticos, había grupos que decían que los indígenas no existían, que eran clases sociales o miembros del campesinado solamente. Este proyecto intentó darle a México su verdadera imagen étnica, mediante el trabajo de campo intensivo y con la colaboración de 120 a 150 investigadores de todo el país. Los productos editoriales que han emanado de esta iniciativa no son una antología más”.

Para Miguel Bartolomé, la etnografía es una forma privilegiada de hacer posible el diálogo intercultural entre actores distantes, posiblemente ahí, como expresa Lévi- Strauss en Tristes trópicos, “la fraternidad humana adquiere un sentido concreto cuando en la tribu más pobre nos presenta nuestra imagen confirmada, y una experiencia cuyas lecciones podemos asimilar, junto a tantas otras”.

Fuente: (INAH)

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