Toro de Lidia. Reflexiones por “Catón”

El torero, oficiante de un antiguo ritual, bailador solitario de una danza al filo de la muerte, está obligado a crear una obra de arte en el mínimo tiempo que le dan 15 minutos. Efímera es su obra, e inmortal al mismo tiempo. Queda nada más en la memoria -las películas y las fotografías no son la obra: son sólo la imagen de la obra-, pero ahí, en la memoria, permanecen el toro y torero como estatuas que duran un instante, un irrepetible instante. Las grandes faenas de los insignes diestros se siguen recordando como si aquí y ahora estuvieran sucediendo.

Yo amo la fiesta de los toros. La amo porque amo al toro, su principal protagonista. Si no hubiera corridas, ese hermoso animal desaparecería, pues su razón de ser está en la lucha. No es que la humana necesidad lo haya enseñado a tener crueldad, como escribió maravillosamente, pero erradamente, Don Pedro Calderón de la Barca. Embestir, atacar, está en la naturaleza del toro; es parte de su instinto.

La pinturera imagen del astado que en su dehesa se lanza contra el tren en marcha es algo más que una metáfora. De mí yo sé decir que si por algún extraño avatar me viera convertido en toro, preferiría morir en el ruedo, bajo la deslumbrante luz del sol, entre olés y músicas y aplausos, mi nombre quizá inmortalizado por la faena de un artista, en vez de sufrir adocenada muerte anónima en la sordidez de un rastro. (Esto da material para la reflexión: los toros que se lidian en las plazas tienen nombre; los que van al matadero no). Además en el ruedo tendría yo una posibilidad; una quizá entre 1000, pero posibilidad al fin: la de salir indultado de la plaza para volver luego al cortijo a vivir vida de sultán de harén.

En cambio el fin seguro que para los toros de lidia quieren los enemigos de la tauromaquia -entre los cuales, quiero imaginar, no hay abundancia de vegetarianos- es el destino sin nobleza de la matanza colectiva. Milanesas sí, arte no. Sirva al menos la casta y la fiereza de esos hermosos bovinos para crear tesoros de arte y gloria en esa atávica cita, que tiene la misma edad del animal y el hombre, donde se simboliza la lucha entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre Eros y Thánatos, entre la desbordada fuerza del bruto y la afinada inteligencia humana. Por eso comparto la admiración de Vargas Llosa por la torería; aplaudo por eso la gallarda defensa que hace él de la fiesta.

También por eso gozo los deslumbramientos taurinos de Goya y de Picasso, de Alberti y Lorca, de Lara y de Penella; de todos aquellos, en fin, que en la pintura, el bronce, las letras y la música han buscado inspiración en la liturgia y el arte de torear.

Ahora la fiesta sufre amenazas de politiquería. La prohibición de las corridas en Cataluña fue más cosa de política -nacionalismo extremo: ¡Cuántas necedades se cometen en tu nombre! – que de un sincero propósito de salir por los fueros de “los derechos de los animales”. La ley ahí no ha prohibido algunas formas regionales de entretenimiento con los toros, algunas de mayor crueldad y donde el toro no es objeto de respeto, sino de escarnio y befa.

No todo, sin embargo, es interesada simulación de piedad con miras de política. En abril de este año, Francia, que ciertamente no es un país de irracionales, inscribió la tauromaquia en la lista de los bienes que forman su patrimonio cultural inmaterial. En otros países España y México entre ellos, desde luego- hay ya iniciativas tendientes a conseguir el mismo reconocimiento a su honda tradición taurina, que es parte de su cultura y su legado artístico.

Apoyaré ese esfuerzo, pese a las diatribas de los enemigos de la fiesta, que suelen ser más virulentos y agresivos que el más encendido aficionado. Lo apoyaré porque pienso que defender la fiesta de los toros es pugnar por la conservación de una de las más bellas especies animales que en el mundo existen: el toro de lidia… FIN.

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