Los dos cómplices

En el ruedo, dos hermanos de vida, vestidos de luces, montados en los hombros de un par de aficionados en éxtasis, se dieron un abrazo con esa sonrisa que sólo se ve cuando acompaña a la emoción de las lágrimas.

Lo lógico sería que se cayeran mal. Fernando es alegre, fiestero, divertido, sociable, chistoso, de trato fácil. José es serio, adusto, retraído, callado, casi místico.

O por lo menos no tendrían que haberse encontrado. Y menos en Aguascalientes, donde empezaron juntos de novilleros. Porque Fernando nació en Michoacán y José en Galapagar, España.

Es más: deberían odiarse porque se dedican a lo mismo, son rivales.

Pero José Tomás y Fernando Ochoa son mejores amigos, compadres, hermanos de vida.

El sábado, José brindó a Fernando el quinto de la tarde, “Rey de Sueños”, el toro con el que trazó una faena de mano izquierda que desordenó los conceptos de tiempo y espacio. Fernando le gritó “olés” desde el burladero de matadores.

Fernando le regresó el gesto del brindis en el que estaba destinado a ser el último astado de su carrera. Pero salió malo el burel y regaló un séptimo. “¡Venga!”, le gritó José desde el callejón, animando a su hermano en su última tarde.

Fernando, faena derechista, terminó cortándole las dos orejas y juntos, con el empresario organizador del mano a mano, salieron en hombros de Juriquilla.

Cuatro años antes, en Aguascalientes, el toro “Navegante” casi mata de una cornada a Tomás. Ochoa estaba en el tendido. Corrió a la enfermería y el doctor le pidió que sujetara una bolsa de suero y la apretara para contrarrestar la fuga de sangre. José le tomó la mano. No se dijeron una palabra. No hacía falta. Todo lo decía una mano que apretaba y otra que resistía con fuerza.

Eso fue lo que se dijeron Fernando y José en los brindis: que han estado, mano a mano, en los momentos más importantes de sus vidas. Y como son tan distintos, como deberían odiarse, que sean amigos entrañables y que uno haya elegido al otro para cortarle la coleta, habla de Verdad… como el toreo mismo, ese contrato que pone a la vida como cláusula primera y en el que firman sin testigos animal y hombre cuando uno sale de la puerta de toriles y el otro extiende el capote acariciando los granos del redondel.

Fuente: (informador.com.mx)

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