Leandro Corona y José Jiménez, los violines de Zicuirán, Michoacán

 

Sin duda, lo era, pues ver a una persona entera, lúcida a los cien años no es algo que se pueda presenciar con frecuencia. Si a eso le sumamos que seguía tocando magistralmente el violín, el asunto entra a lo mágico maravilloso, al ámbito de lo milagroso. Pero toda la fiesta que se celebraba era mágica, singular; un auténtico fandango terracalenteño.

Además, no se puede soslayar el hecho de que conocer y tratar a don Leandro, aunque fuera por unas cuantas e inolvidables horas, era un acontecimiento telúrico, de ésos que transforman vidas, siempre y cuando el que haya tenido ese privilegio tuviera en alto aprecio nuestra música y a sus hacedores, sobre todo, como en este caso, si son excepcionales. ¿Qué los hace de este calibre? Primero que nada, creo, su calidad humana, que se trasmina a su instrumento, a su arte. Cuando se escuchaba el violín de don Leandro, el mundo circundante se transformaba: los cantantes cantaban prodigiosamente, los bailadores no desaprovechaban la oportunidad de contribuir a que el mundo siguiera girando, zapateaban al son de un músico legendario, una verdadera institución. Un guardián de la tradición, ni más ni menos.

Cuando iba a Zicuirán, tenía la suerte de llegar temprano, cuando iba amaneciendo en La Huacana. Después llegaba a Zicuirán al clarear y me tocaba presenciar cómo se accionaba la maquinaria familiar para dar forma a la fiesta. Cómo regaban el patio de tierra, cómo lo barrían, cómo “plantaban” la tabla para el zapateado, cómo rezaba don Leandro a la Virgen de Guadalupe, cómo le llevaban el desayuno, cómo se arreglaba con ropas especiales para ese día, como iban llegando sus parientes y amigos, cómo la expresión de su rostro se iba volviendo angustiada, luego feliz, para, al final del día, tornarse melancólica.

Todo ese ajetreo me permitía pasar horas sentado junto a don Leandro, quien con voz cascada me hablaba de su infancia, de la Revolución, de Lázaro Cárdenas, de su tierra (la no muy lejana Urapa, también en Michoacán), donde le nació el gusto por la música, “tierra de puro jarabe”, “muy ejecutivos”, “mi papá tamaleaba quién sabe cómo la guitarra”, y recitaba nombres de músicos, “Bibianito”, cuando se tocaba toda la noche y la noche entera se tomaba mezcal, había mucha música, recordaba, “hasta Huetamo”. Decía que no le daba mucha importancia a la música, sino hasta que llegó a Zicuirán y agarró el violín a los 25 años; que él no era músico, pero sí sabía qué tocaba y qué no.

También le gustaba que fueran a verlo “de México”, que fueran a aprender cómo se toca y cómo se baila en Zicuirán, porque, aseguraba, sólo ahí se tocaba así y para el baile Zicuirán era el número uno. Evocaba las bodas de antes, cuando se recibía a los novios con “El canario” y luego otro, “El canarillo”, que era más “chiquito”, y se corrían las banderas y se hacían tres paradas de caballos, sólo ahí, no en ninguna otra parte, viendo bailar a los caballos, el caballo bailador, pero “todo se acaba, ahora llegan en camioneta, vale madres”, se lamentaba; que también tocaban “El buscapié” o que ahí a “El maracumbé” le llamaban “La chicharrita”, luego “comenzaba la borrachera, tocar toda la noche, había pura tierra, escupía y pura tierra”, recordaba y volvía a escupir, como si estuviera tocando en una de esas noches, “era muy grosero aquí, pero nosotros lo aguantamos”.

Un honor estar ahí, con don Leandro, esperando que llegara don Juan Pérez Morfín, director del conjunto de arpa grande “Alma de Apatzingán”, y le tocara “Las mañanitas”; a este músico don Leandro le decía que su música valía, que no la fuera a malbaratar, le tenía mucho aprecio y aseguraba que si faltaba él (don Juan), se acababa esa música. Don Juan correspondía a ese cariño y reconocimiento y le decía: “Usted es toro bermejo de toda la región de Tierra Caliente”. Seguro sabía de lo que hablaba, pues al poco rato, luego que le tocaban un rato, don Leandro se animaba y se unía a ese ya legendario grupo michoacano y se ponía a tocar junto con don José Jiménez, su segundero, “mi compañero inseparable”, decía cuando llegaba al solar don José, otro de los incomparables violines de Zicuirán, quien sabía repertorio “a lo divino y a lo profano”. Un hombre que quería mucho a don Leandro y aprendió a tocar viendo a su maestro, del que nunca recibió una clase formal, pero tanto lo vio que asimiló el estilo cabalmente.

Otro personaje indispensable de esa fiesta era don Bernardo Arroyo, cuñado de don Leandro, delgado, enjuto, pero de mirada vivaz, muy inteligente, quien fumaba cigarro de hoja, que liaba él mismo. Este hombre, un cronista de su tradición, se acercaba a don Leandro y éste recitaba nombres de músicos de determinado rancho, le decía anota y enumeraba: “Albino Becerra, Secundino Montes, José María Chávez, de Huachirán…; Juan Murillo, Tranquilino García…” o bailadoras como María Rebollar, Cecilia Navarro… “era bonito ver cómo bailaban, se acabaron esas mujeres, ahora corrientitas, de todos modos, Zicuirán es número uno en cuestión del baile”, afirmaba.

Le gustaba que “El alma de Apatzingán” le tocara “El brinco”. Cuando tenía que “echar las aguas”, sacaba versos de su memoria y refería: “Ya este gorrión ya no canta, ya pasó su primavera, ya tiene el pico gacho y puede que hasta se le muera”, provocando la risa de los que lo rodeaban. Añadía que el segundo apellido de don José era Corona, y decía que éstos eran hombres de paz, cristianos, y agregaba que a los que le hicieron mal y ya no estaban, que Dios los perdonara, él no les llevaba rencor, “dales descanso eterno, Señor”. Cuando veía a las parejas bailar, gritaba “Hasta que el cuerpo aguante”, y cuando iba a tocar se tomaba sus traguitos de tequila o mezcal, “Pa echarle ganas”.

Sí, conocer a don Leandro es de esos sucesos por los que uno podría decir valió la pena vivir, por su entereza, su modo de pensar, su manera de ejecutar su música (que aún hace estremecer cuando la escucha uno en el disco que grabó en Discos Corasón: “La polvadera”), sí, su música, así decía, como si supiera perfectamente que era un tesoro y aconsejaba a los jóvenes músicos que lo visitaban (y a los que les compartía su saber) “no dejen que se muera”. Desafortunadamente, muertos esos violines de Zicuirán, Leandro Corona Bedolla y José Jiménez Corona, murió con ellos esa forma peculiar de música michoacana, una música que desgarra, que cimbra el cuerpo e ilumina el alma.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

Foto: Los violines de Zicuirán: José Jiménez y Leandro Corona.
Azteca 21/Gregorio Martínez M.

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