“Cartas a Clara”, de Juan Rulfo, cuando el amor se decía por carta de papel

Cierto, en ese libro, que el creador de “Pedro Páramo” supongo nunca imaginó, se hallan reunidas 84 cartas que le escribió a su entonces novia y prometida Clara Aparicio y que proporcionan al lector interesado en la vida del escritor jalisciense un contexto emotivo, histórico y social desde la perspectiva de su relación amorosa. Por cierto, indica Vital en el mismo prólogo que ésta es “la edición definitiva” de esas cartas, pues en 2000 se publicó otra, que contenía ochenta y un textos, pero sin una tarjeta postal, un poema-carta, una carta y fotos alusivas incluidas en esta, pues, segunda edición.

Efectivamente, para el lector discreto y agradecido (¿como un investigador literario o un lector voraz?) resultan de interés tales documentos personales, sobre todo si se piensa en esas relaciones que menciona el prologuista, pero también si el lector devoto del egoísta placer de la lectura se limita estrictamente a su contenido, a lo que dicen, a lo que sugieren, a lo que evocan y, por encima de todo, a quién las escribió. Sin ser cartas de carácter o contenido literario, son producto de la mano, la sensibilidad y la imaginación de nuestro mejor prosista. Y esto les confiere, sin duda, un valor intrínsecamente literario.

A partir de la lectura de las cartas que Juan Rulfo le escribió a Clara Aparicio durante poco más de seis años (de 1944 a 1950), el lector atento puede inferir y saber de modos de vida y tradiciones de la capital mexicana o de la tapatía, datos poco conocidos de la vida del escritor, como el hecho de que vivió en Tacubaya cuando era soltero o antes de Clara, o de su más conocida afición por la fotografía y el aislamiento, incluso sonreír al escuchar ecos o adivinar usos o giros verbales que después resplandecerán en las dos obras posteriores que lo inmortalizaron en la historia de la literatura universal.

Por supuesto que es un libro que nos deja una visión de un México, mejor aún: de una forma de vida que ya se fue, que ya desapareció: cuando aún había tiempo para sentarse a platicar con uno mismo (y vaya que se advierte el ensimismamiento rulfiano) acerca de los actos cotidianos y plasmar esa reflexión en hojas blancas, ya fueran de un diario o para contarle eso mismo a alguien a través de una carta. Sí, el tiempo duraba más, era otra cosa; el amor se decía por carta, sin exabruptos, se destilaba pacientemente e ir al correo (la oficina o el lugar a donde llegaban las cartas) era una peregrinación ansiada, esperada, anhelada.

Finalmente, no está de más agregar que para gozar más o sumergirse mejor en la lectura de estas cartas quizás sea necesario, más que el agradecimiento o el buen juicio, que el lector haya amado y haya sido correspondido, que sepa de amores, pues, ya que –antes y menos ahora– el amor del bueno, de a de veras, como muchas otras cosas, se disfruta mejor a cuentagotas, poco a poquito, sin derramarse ni dilapidarse en un dos por tres, como ahora, en que la ilusión y la esperanza del amor se disipan en un mensaje instantáneo o en una más accesible llamada telefónica. Como el buen amante, el lector atento requiere de paciencia y cierta experiencia para gozar más y mejor de la obra que lo ocupa, como estas personales y entrañables “Cartas a Clara”, que aún rezuman “polvos de aquellos lodos”.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

Foto: Portada de un libro en el que la mujer se volvió esencial para consolidar la personalidad del que sería uno de los grandes escritores de todo el siglo XX.
Cortesía: Editorial RM.

Leave a Reply