Un ramo a Ramos

Llegamos en cierta ocasión a un hotel modesto, uno que podía yo pagar. Se llamaba —se llama todavía, pues existe aún— Hotel “Virreyes”. Se encuentra frente al Salto del Agua, por la antigua calle de San Juan de Letrán, que ahora lleva el horripilante nombre de “eje”.

Una mañana vi en el lobby del hotel a un hombre de color. Bien parecido era aquel hombre, de recia contextura, membrudo, con espaldas anchas y fornidas. La regularidad de sus facciones era alterada por su nariz, demasiado roma, como achatada. Tenía así la nariz porque era boxeador. Yo lo conocía bien.
Era Ultiminio Ramos. Fui hacia él y después de saludarlo le dije:

-Quiero darle las gracias, señor Ramos. Por usted pude hacer mi carrera de abogado.

-¿Cómo así, chico? -me preguntó.

Le conté la historia. Cuando fui a estudiar en la Capital mis padres no me podían enviar más dinero que el estrictamente necesario para la asistencia y los gastos más indispensables. Así, hube de ingeniármelas para multiplicar ese dinerito y tener para mis vicios: los cafés, las corridas de toros, la ópera, los libros, el teatro, las andanzas diuturnas, diurnas y nocturnas por los rincones santos y non sanctos de la gran ciudad.

Llegó por ese tiempo a México una brillantísima generación de peleadores cubanos: Luis Manuel Rodríguez; José “Mantequilla”Nápoles; Ultiminio Ramos… De los tres el más grande fue “El Mantecas”.
Su gran error consistió en enfrentarse a Carlos Monzón, que peleaba en otro peso, superior. Monzón le dio una paliza. Recuerdo bien la narración de la pelea hecha por Jorge “Sonny” Alarcón:
Antes de empezar la pelea:

-¡Qué hombrada la del mexicano “Mantequilla” Nápoles al medirse a un hombre que lo supera en kilos y recursos!

En el tercer round:

-¡Duro castigo está sufriendo el cubano-mexicano “Mantequilla” Nápoles!

Y al final:

-¡Ya no salió de su esquina el cubano “Mantequilla” Nápoles!

Los boxeadores que llegaron de la Isla eran infinitamente superiores a los mexicanos de su categoría: Juanito Ramírez; “El Canelo” Urbina… Y yo, a riesgo de ser acusado de antipatriótico, empecé a apostarles siempre a ellos.

-Pero me da tronchado —le pedía al otro apostador—, porque mi gallo no es mexicano.

Y siempre me daban tronchado, y siempre ganaba el boxeador de Cuba. Pido perdón a los manes de la Patria, pero ese pequeño desvío me rindió muy buenos dividendos. Apostaba 100 pesos y ganaba 150. Dejé para siempre las casas de asistencia; me fui a vivir en un departamento de muy buen ver en las calles de Carracci, en Mixcoac, y tuve para ir a los toros, a la ópera y al teatro. Ah, y de paso pude seguir mis estudios. Por eso le di las gracias a Ultiminio Ramos. Nadie sabe para quién boxea.

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