La “Cosa Nostra” en México

El proyecto se había presentado meses atrás al gobierno de Estados Unidos, explicando a sus funcionarios que “era imposible acabar con el tráfico de drogas debido a la corrupción de la policía y de los agentes especiales, y por la riqueza e influencia política de algunos traficantes”. El cerebro detrás de esa medida fue el doctor Leopoldo Salazar Viniegra, un respetado investigador médico que se desempeñaba como director del Departamento de Salubridad Pública. Salazar Viniegra argumentó ante funcionarios estadounidenses “que sólo había una manera de frenar el tráfico de narcóticos en México”, y era que el Estado creara un monopolio para la venta de fármacos prohibidos a los drogadictos, a precio del costo para sacarlos de la influencia de los narcotraficantes.

Sin embargo, Washington consideró las medidas de Salazar como un “peligro” para Estados Unidos y comenzó a cabildear ante el gobierno mexicano para que fuera removido de su cargo. Primero intentaron desprestigiar al funcionario, quien tenía estudios de medicina en la Sorbona de París y gracias a sus investigaciones como neurólogo y en la psiquiatría era considerado “el Pasteur mexicano”. En esa época realizaba una serie de investigaciones para demostrar que la mariguana no era una droga adictiva, que era inofensiva y que no producía los daños que se le atribuían. Para demostrar sus conclusiones, en una ocasión distribuyó cigarrillos entre los miembros del Comité Nacional de Drogas Narcóticas, sin que supieran que estaban hechos con mariguana.

Posteriormente escribió en uno de sus reportes que “no sucedió nada anormal entre los fumadores”. Además, él personalmente fumaba mariguana para que sus interlocutores observaran los cambios en su conducta y se convencieran de que no sucedía nada “anormal”.

Salazar también había realizado estudios con alrededor de 400 presos mexicanos, a quienes les surtió gratis cigarrillos de mariguana durante un tiempo; de esa manera sacó a los narcotraficantes de las cárceles de la ciudad de México. Sus investigaciones también se realizaron en el hospital psiquiátrico conocido como “La Castañeda”, donde laboró durante 14 años. En ese manicomio repartía cigarrillos a los internos para que fumaran la yerba en “grandes cantidades”. Salazar afirmaba “que la planta no era dañina para el ser humano y que nadie había perdido la razón con su uso”. Su plan consideraba legalizar su siembra y cobrar un impuesto a los agricultores, como sucedía con el tabaco.

Sin embargo, Washington rechazó esas aseveraciones; sus diplomáticos protestaron contra el plan del médico mexicano, el cual consideraron como peligroso, ya que podría propiciar una “invasión” de droga desde la frontera sur. No obstante, a pesar de la oposición de los diplomáticos estadounidenses, en México se autorizó el nuevo reglamento, el 17 de febrero de 1940, el cual permitió a los médicos proporcionar drogas a los adictos, principalmente morfina, a los precios que el Estado mexicano pagaba por ella; un funcionario del Departamento de Salud supervisaría la cantidad que se les suministraba. Los adictos deberían estar registrados ante las autoridades, y con su número de registro y una receta de su doctor podrían adquirir drogas en cualquier farmacia de la capital del país. Sin embargo, los farmacéuticos no podían vender drogas más allá de las autorizadas para fines terapéuticos.

El Departamento de Salud también creó dispensarios para atender a los “toxicómanos, a quienes no consideraba delincuentes sino enfermos”. En esas clínicas el adicto pagaba su dosis y se le suministraba la droga cuando él la solicitara. El primer dispensario para drogadictos comenzó a operar en la Calle Versalles del centro de la capital; a él acudieron alrededor de 700 personas. Pagaban 20 centavos por la inyección, y entre 10 y 12 pesos por cinco dosis diarias. Salazar afirmó que gracias a ese dispensario, Lola la Chata estaba perdiendo alrededor de 2 600 pesos diarios.

Los burócratas de Washington (verdadera Sede de La Cosa Nostra) cabildearon en contra de Salazar con funcionarios mexicanos afines a su punto de vista, quienes pronto se aliaron con ellos. Posteriormente gestionaron ante la Oficina Central Permanente del Opio, con sede en Ginebra, para que impusiera un embargo de medicamentos a México. Esa dependencia era la única responsable de autorizar a ciertos países la siembra y producción de opio y morfina para fines médicos, productos que el gobierno mexicano compraba, principalmente, en Inglaterra y Holanda, a pesar de que en Sinaloa existía una gran siembra de amapola; no obstante, el país no podía procesar el opio para crear sus propios medicamentos. A los pocos meses el embargo comenzó a tener efecto, y la principal firma farmacéutica de la República Mexicana, la empresa alemana Casa Beick Félix y Cía., comenzó a resentir la escasez de narcóticos terapéuticos. Harry A. Anslinger informó al gobierno de Lázaro Cárdenas que “el embargo sería levantado cuando México aprobara la suspensión del reglamento”.

Debido a las presiones de Estados Unidos, el 3 de julio de 1940 el Diario Oficial publicó “el Decreto que suspende la vigencia del Reglamento Federal de Toxicomanía”. La medida se justificó argumentando que debido a la guerra en Europa había grandes dificultades para la adquisición de las drogas. La diplomacia de Washington se había anotado un trascendental triunfo ante sus homólogos mexicanos, enterrando la revolucionaria medida con la que se pretendía combatir al narcotráfico en México. A partir de entonces regresó el modelo policíaco que perdura hasta nuestros días.

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