¿Por qué los toros?

De esta aseveración, en algo estamos de acuerdo. Sí, los toros son el testimonio de un mundo distinto. Aunque puestos a pensar no necesariamente por diferente y arcaico, ese mundo tenga que ser bárbaro.
Los toros, en un espacio simbólico, son la compilación de un saber que se expresa a mediados del siglo XIX. Son la cumbre del conocimiento sobre el mundo vegetal y animal, del dominio sobre la naturaleza, expresado en que dominamos el oficio de generar nuestros alimentos.
Los toros son, también, una manifestación única en el brío inusitado del romanticismo, de lo revolucionario, del sentir de manera arrebatada pero individual, del relincho de los héroes populares, del inventar leyendas sobre el sueño y la muerte.
Los hombres surgidos de la civilización de la máquina, lo desdeñan, porque ellos han aprendido a transformar la naturaleza. Por cierto, en muchos casos con funestas consecuencias. Y para muestra sólo citar el tan mentado cambio climático, producto directo de las irracionales emisiones de carbono.
A mí los toros y su mundo, me llegan por varias venas. Son mis abuelos, hombres nacidos al quiebre del siglo XX. Ubaldo Ugarte Martínez, José Casillas Lozano. Hombres a caballo, de largas jornadas entre el maíz. Los pies en la tierra, la cabeza cubierta al sol. Uno fue militar, el otro campesino. A veces ganadero. Los dos apasionados de la fiesta brava.
También pelearon en algunas guerras.
Los toros me llegan por mi padre, Jaime Humberto Casillas Rábago. La última vez que fuimos a una corrida, lloramos desconsolados por la tristeza inaudita de unas verónicas de José Tomás.
Mis abuelos sabían de las vacas que daban leche, de la tierra que era buena para sembrarse, de cuándo la fruta estaba madura y dulce, de las pintas de los caballos y viéndole la cara, de cuándo un toro iba a embestir noblemente. Observando la luna y sus fases, adivinaban la lluvia. Durmieron muchas noches a la intemperie. Las fogatas los hicieron hablar.
Sabían orientarse por las estrellas.
Esos hombres y su sabiduría, quedan atrapados en una tarde de toros. En los vuelos de un capote hay astronomía. En un par de banderillas, geometría pura. En un natural de mano baja, una lección de filosofía. Y en las fiestas pueblerinas, donde se festejan siempre a los santos, pero en el fondo la consumación de los ciclos de la agricultura y la vida, todo se refresca y es sacralizado con el bautismo de sangre de los toros.
Porque la tauromaquia es una manifestación de ética. Es el descubrimiento de una verdad. Es la lucha contra la muerte. Ahí, a unos pasos de nosotros, frente a nuestros ojos. Y lo más importante de todo, la corrida y sus símbolos son un proceso que nosotros contemplamos de principio a fin, comprendiéndolo en su totalidad.
¡Qué diferencia con nuestra vida diaria!
Ahí todo está trucado y todo es mentira. Nuestra existencia es transitar por un mundo que nos es ajeno y no comprendemos en su totalidad. Atisbamos de lejos parte del proceso político, parte del proceso económico, parte del proceso social. Contemplamos, de lejos, cómo se mueve un mundo y en él nuestra existencia, que no tiene un destino definido. El faltante lo llenamos con historias, mentiras y declaraciones de especialistas. Siempre sospechamos que están vendidos a algún actor de la trama en el poder.
En nuestro trabajo diario hacemos una parte y dejamos que otros hagan el resto, sin entender nunca cómo se hace el todo y para qué sirve concretamente. Pero gracias a los pesos que ganamos, podemos adquirir la libertad de elegir entre productos que proclaman a fuerza de propaganda, hacernos la vida mejor.
Ahora resulta que no quiero ser libre sino un ipad de 38 gigabytes.
La realidad es que vamos a ciegas por el mundo, intuyendo cosas. Inventándonos historias. Pensando lo que otros pensaron por nosotros.
En la corrida no.
Ahí sabemos qué pasa con cada cosa que tiene una razón de ser. La pantomima, la música, el vestuario, la poesía, tienen cabida y justificación. También la tragedia y sus vaivenes religiosos. Por supuesto sabemos por qué muere el toro. Porque siempre tiene que morir. En una plaza en medio de un ritual. En un rastro en medio de un muladar. Es alimento y por eso vida. Como las papas, las cebollas, las lechugas, que llegan a nuestras bocas casi vivas. (Ya nada más falta que salgan defensores de los derechos de los vegetales).
Lo que pasa con estos señores antitaurinos es que todas estas razones están desdeñadas por su visión práctica del mundo. Por su sabiduría ingenieríl. Por la que destruye bosques para tener papel, o para que pase una carretera. Por la que ha convertido la existencia en una línea de ensamblaje. La que fragmenta la vida y nos deja sólo con pedazos.
Reprueban a la tauromaquia por considerarla incivilizada. ¿En nombre de qué civilización están hablando? ¿De la que nació en Hiroshima y su demostración de terror? ¿La de la mercadotecnia y sus falacias? ¿La que creó una guerra porque pensó que unos tubos eran armas químicas?
¿Quieren más ejemplos?
Llevo muchos años escuchando argumentos contra las corridas de toros. La gran mayoría absolutamente desinformada e inocente. Son lugares comunes expresados por gente que no sabe de lo que está hablando. La trama taurina es muy compleja y pone en evidencia la simpleza de sus detractores.
Se expresan como si alguien pensara que “Las Meninas” de Velázquez, sólo fuera pintura sobre un un lienzo de tela. A sus argumentos les falta trascender lo evidente y adentrarse en lo ritual, en lo simbólico, en lo ético y en lo estético, (por mencionar sólo algunas cosas) y contemplar el cuadro en toda su potencia.
Ir al fondo y entender que la tauromaquia es el ritual creado por hombres que lograban atrapar el proceso completo de las cosas. Desde el preparar la tierra para que recibiera la semilla, hasta que la planta estaba crecida para cosecharla. En ese ciclo intervenían los vientos, las nubes, las aguas y el paso del sol sobre el camino de los planetas. En una fiesta de toros están los cinco años que le toma a un monstruo de 500 kilos nacer y crecer, hasta que está listo para ponernos a prueba con su bravura. Con sus cuernos de luna. Su destino es la muerte, y ésta asegura nuestra existencia. La corrida es poner en evidencia ese ciclo, el de morir para renacer. Y este dato, que se les olvida, es el cimiento para fundar una ética compleja, pero absolutamente válida. La del respeto profundo al toro como potencia fundamental del rito de la vida. En ese sacrificio recordamos también al ente domesticado que muere en el más absoluto anonimato para ser convertido en alimento.
Vayamos más allá de lo evidente y vayamos a otros terrenos. Por qué no prohibimos los espectáculos circenses y los parques de diversiones acuáticas. En ellos se acaba con la esencia del animal y a fuerza de pasar hambres, los convertimos en bobalicones caniches que saltan en una pata, en tigres que brincan por un aro de fuego, en ballenas asesinas que bailan el cha cha cha. ¿Dónde quedó la potencia de estos animales? ¿Dónde su salvaje sino? Aquí si que no hay crueldad más grande que quitarle al salvaje su salvajismo, para presentarlo domesticado.
Qué denigrante espectáculo que intuye un sufrimiento desesperado. El del hambre. Por un pedazo de pescado crudo una orca de no sé cuántas toneladas, es capaz de dar dos mortales por el aire. En esas volteretas el animal se pervierte y se desvirtúa. Ahí no hay humanización, ahí no hay que el animal aprenda. Aprender es un proceso humano que implica la asimilación de conocimientos para alcanzar la liberación.
El tigre nunca es libre. Qué lástima de su pelaje de sol y noche. El sistema lo condena a brincar y recibir un fiambre. Una limosna. O a pasar hambre.
Por qué no terminamos de una vez con los concursos de belleza. Mujeres que a fuerza de ser hermosas quedan condenadas a pasar a ser meros objetos. Formas voluptuosas que además son de mentira. A golpes de bisturí, afeites y tratamientos, las pobres muchachas quedan convertidas en denigrados adornos de una sociedad machista y utilitaria.
Los taurinos vayamos también más allá de lo evidente y reflexionemos sobre lo que éstas medidas pretenden conseguir. Y reflexionando por esa vía invitemos a toda la sociedad. ¡Eh tú, ten cuidado! ¡Amigos tengan cuidado! No sé a qué te dedicas, no sé cual sea tu afición, por ahí andan pululando una banda de políticos que bajo el pretexto de que se preocupan por nuestra integridad moral, pretenden imponer una manera de hacer política que destruye nuestra libertad. Y ahí está el problema más grande. Porque esto es una verdadera amenaza. El hecho de que una entidad política se erija en la reguladora de lo que nos hace bien y lo que nos hace mal.
Yo no estaría en desacuerdo en que estos señores expresaran su inconformidad con las corridas de toros o cualquier otro tema, y ofrecieran sus argumentos. La gran amenaza es que están tratando de regular por medio de una prohibición reglamentada, lo que ellos consideran que está mal. Y en el fondo lo que ellos consideran que esta mal es que el ciudadano tenga la libertad de elegir. Se erigen en abolicionistas de una manera de pensar, de una sabiduría que viene siendo parte de algunas sociedades desde hace más de tres mil años. Pretenden enseñarles a los cretenses que sus fiestas taurinas eran crueles.
Crueldad contra los animales tenerlos encerrados en zoológicos. Apresar en pequeños departamentos a un perro. ¿A poco no hay algo de carcelario en esa costumbre?
Todo esto pretende la creación de ciudadanos incapacitados de conectarse con las fuerzas esenciales de la naturaleza, de pensar distinto, de experimentar la tristeza de una verónica. De ser parte, por un par de horas, de un evento donde lo más importante es la verdad. Y habemos algunos individuos que vivimos para sentir esas cosas, aunque a ellos les parezca inaudito.
Para mí lo más inaudito en todo esto es que hayamos soportado tantos años a un partido verde, que en lo único verde que han estado verdaderamente preocupados, es en el color de los billetes que han consumido, gracias a las bondades de un sistema político harto pervertido. Este atentado a nuestra libertad, sólo es una expresión plausible, contante, sonante, evidente y contundente, de esta perversión.
Fuente: Crisol Plural

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