Pregón Taurino Sevilla 2003: Carlos Fuentes (2a parte)

“Ora Ponciano” y luego, ya en rápida y fabulosa sucesión, y a pesar de los paréntesis revolucionarios entre 1910 y 1920, primero el reino de Rodolfo Gaona, el Califa de León, el Petronio del Toreo, presentado el 1 de octubre de 1905 en la plaza El Toreo de México y filmado ya, a sus morenos veintidós años, desplegando el lance que lleva su nombre, la gaonera, que es cuando el toro embiste al engaño y el torero mantiene un lado del capote sujeto con una mano y el otro extremo lo detiene con la otra mano, cuyo brazo extiende al embestir el toro para darle salida por ese lado, cargando la suerte.
La gaonera, identificada para siempre con el Califa de León, es lo que en España, me ilustra mi gran amigo, gran escritor y antiguo juez de plaza de la Monumental México, don Ignacio Solares, se llama el lance delantero que se ejecuta con el capote cogido por detrás. España conoce a Gaona el 31 de mayo de 1908 en la plaza de Tetuán de las Victorias, recibiendo la alternativa de Manuel Lara “Jerezano” y compartiendo cartel, en numerosas ocasiones, con Belmonte, El Gallo y Sánchez Mejías. Y su faena clásica se la sacó en la Maestranza a “Desesperado” en 1912.
No sé si habrá sido en una corrida de El Toreo en 1921 y con Gaona en la cumbre, cuando se sentaron lado a lado el presidente de México, el general Alvaro Obregón, y el ilustre escritor gallego que nos visitaba, don Ramón del Valle Inclán. Uno y otro eran mancos. De don Ramón, se cuentan —y él se encargó de abundar, con la ayuda de Ramón Gómez de la Serna— tantas fábulas sobre la pérdida del brazo, que juntas todas forman una novela entre macabra y picaresca: que si don Ramón se cortó el brazo porque no había carne para el puchero; que si lo perdió tratando de forzar la recámara de una mujer esquiva; que si él mismo se mutiló para distraer a un león que le perseguía; que si se lo arrancó el bandido mexicano Quirico en un campo desolado. Lo más probable es que lo perdió en una riña en el Café de la Montaña, entre la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, al contestar don Manuel Bueno a una provocación de Valle Inclán con bastón con barra de hierro, incrustando en la muñeca del escritor el gemelo del puño, gangrenado y amputado en consecuencia.
El general Obregón perdió el brazo en la batalla de Celaya del año 1915, donde derrotó a Pancho Villa y sus famosos “Dorados”. Quedó el campo regado de cadáveres y de miembros, entre ellos una extremidad superior de Obregón, hoy conservada en un monumento al sur de la ciudad de México.
— ¿Cómo recuperó usted el brazo perdido en la batalla, mi general? —se le preguntó a Obregón.
—Muy fácil —contestó el ingenioso y cínico revolucionario—. Eché una moneda de oro al aire y mi brazo perdido salió volando a cogerla.
De hecho, existe una fotografía en que los dos mancos, Obregón y Valle Inclán, aplauden juntos la faena de Gaona, cada uno con la mano que le quedaba al otro…
Se suceden después de Gaona los grandes diestros mexicanos en España. Destaco a tres de ellos:
Fermín Espinosa, “Armillita”, famoso por su faena en la Maestranza una tarde de 1945, cuando en vez de matar cuanto antes a un toro manso, le brindó la muerte a Belmonte y procedió a la que es considerada una de las más perfectas y osadas faenas de dominio, ganándose las dos orejas, el rabo y la salida en hombros.
Natural de Saltillo en el norte de México, Armillita mató su primer becerro a los dieciséis años de edad, se retiró a los cuarenta y cuatro y llegó a filmar las faenas atribuidas a Tyrone Power en la segunda versión fílmica de Sangre y arena de Blasco Ibáñez. Tyrone sabía seducir, como Juan Gallardo, a Doña Sol, Rita Hayworth en aquella ocasión y espléndida belleza de crepúsculo con cuerpo de Venus Pandemus, origen de todas las sensualidades, la Venus bailaora, como la evocó García Lorca, paralizada por la luna.
Si esto, envidiablemente, le tocaba a Tyrone, Armillita tenía, en cambio, que mirar en los ojos del toro su propia muerte, y lo hacía con el desnudo estoicismo coahuilense de los desiertos mexicanos, pues esto era el redondel para Fermín Espinosa: un llano de arena y sangre encajonado entre sierras perdidas.
Silverio Pérez, El Faraón de Tex- coco, era un hombre de sonrisa alegre y mirada triste. Torero torerazo, lo llamó Agustín Lara en un célebre paso- doble. Muchas veces comí con él. Era hombre de pocas palabras. Su vida cotidiana parecía un mero reposo entre corridas. Y en cada una de ellas, Silverio hacía un milagro. Se presentaba con una indolencia que era la máscara más frágil de su temple taurino. Era como si Silverio necesitara cobijar bajo esa aparente indolencia su decisión, crecida con cada momento de la faena, de salir a poder con el toro. Luego venía el reposo del altiplano de México, allí donde este dulce Anteo azteca hundía las raíces en la tierra natal. No nació el Hércules que lo arrancara de ese suelo nutricio.
Y Carlos Arruza. Ligazón. Temple. Entrega. Unidad de estilo. Nada le faltaba a este mexicano, chilango de la mera capital, pero sobrino del enorme poeta español del exilio León Felipe. Acaso el poeta y el torero, el tío y el sobrino, podían reunirse en la pregunta de León Felipe, “¿Quién soy yo?” y contestar:
¿Has entendido ya
que Yo eres Tú también?
Y ambos, León Felipe y Carlos Arruza, pudieron también decir juntos, como le dice el poeta a la vida, como le dice el matador a la muerte:
Dejadme,
Ya vendrá un viento fuerte
que me lleve a
Mi sitio.
Como Arruza, con quien tantas veces alternó, Manolete —para cerrar el círculo de mi redondel personal— murió demasiado pronto. Ambos supieron la verdad que dijo El Gallo: “Cada torero debe ir a la plaza a decir su misterio”. Yo quisiera centrar el de Manuel Rodríguez Manolete, su figura estatuaria, su postura invariable, su manera incomparable de citar al natural y ligar los pases, los redondos, las manoletinas, la virtuosidad del estoque…
Pero sobre todo, la heterodoxia o mejor dicho, la herejía de sus faenas.
—-Tienes que quebrar la arrancada del toro, Manuel.
—-Yo no me tomo ventajas con el toro, madre.
—-No son ventajas, recoño, es llevar al toro adonde no quiere y tú puedes lidiarlo mejor.
—-Yo no me muevo. Que el toro cargue.
—-¿Qué quieres del toreo, hijo?
—-Que a todos se les pare el corazón cuando me vean torear.
Y a todos se nos paraba, en las plazas de México. Manolete no era el heterodoxo, era el hereje y hereje significa escoger, el que escoge. ¿Qué escogió Manolete negándose a cargar la suerte? Mirar al toro para mostrarle su muerte. Darle al toro la oportunidad de matar al torero para que ambos —lidiador y lidiado— supiesen que cada uno tenía el rostro de la muerte, que la pelea era entre iguales…
Porque el toreo no es lucha de clases, sino lidia de castas. Acogidos mi esposa y yo a la incomparable hospitalidad de Soledad Becerril y Rafael Atienza en la maravillosa Ronda donde el poeta Rainer María Rilke dijo que allí, en Ronda, había llegado al final de su propia mirada, pues, después de Ronda, “¿qué permanece sino la permanencia misma?”, acaso Rilke pudo convocar, en la Real Maestranza de Ronda, el espíritu fundador de Pedro Romero, matador de casi seis mil toros bravos, que nunca derramó su sangre en la arena y que murió a los ochenta años sin una sola cicatriz en el cuerpo, habiendo establecido las reglas clásicas de su arte.
¿Hay retrato más noble de un matador que el de Pedro Romero por Goya que se exhibe en el Museo Kimbell de Fort Worth? ¿Hay rostro de torero que más claramente nos diga: “Qué duro es ser rival de uno mismo”? ¿Hay perfil que, como el de Pedro Romero de Ronda, con más certeza le dé la razón a El Gallo: “Cada torero debe ir a la plaza a decir su misterio”?
Lidia de castas: cae la noche sobre los inmensos campos de girasoles, imanes del cielo en la tierra andaluza. Se apagan las luces y cuando los girasoles se convierten en giralunas, de noche salen los muchachillos a ciegas, a torear los becerros cuerpo a cuerpo, embarrados al cuerpo del toro, sintiendo el pálpito velludo del animal, el vapor de sus belfos cercanos, el sudor negro de su piel, aprendiendo a torear con miedo, porque sin él no hay buen torero, y con gusto, por lo mismo…
El toro y el torero serán siempre la primera noche de hombre.
El torero y el toro serán siempre el primer sol de la muerte.
El domingo de resurrección culmina la Semana Santa sevillana.
Un pueblo entero ha salido —pueblo de innata aristocracia, de auténtica nobleza popular— a formar el coro de las procesiones, remontándonos a la más remota antigüedad de las fiestas de guardar, los días propiciatorios, las representaciones simbólicas de la vida.
“Fiesta multicolor”, la llamó Ortega y Gasset, fiesta de las generaciones de Sevilla, fiesta de los gremios, cargando descalzos, con ligereza mística, a la Virgen coronada por una tiara solar de rayos como navajas.
Como los coros de las más antiguas ceremonias del Mediterráneo, estos de Sevilla lo forman ciudadanos que durante todo el año se preparan para desempeñar un papel a la vez íntimo y colectivo.
Íntimo, porque exige una compenetración personal con las palabras y las acciones de la escena.
Colectivo, porque saben que se sitúan en la esfera de la más alta representación de la vida de la ciudad.
Si la tauromaquia es fiesta y es rito, no debe olvidar que sus raíces más antiguas se hunden en la tierra trágica de una humanidad que se sabe a la vez heroica y frágil, que abandona su solar nativo para vivir las grandes epopeyas de la historia y regresa a reconocer que, heroico, el ser humano también es falible. La tragedia clásica purga la falta personal mediante la ca- társis de la representación pública. La catarsis nos libera de las faltas individuales mediante la reintegración a la comunidad dañada por nuestra culpa pero restaurada por el padecer mismo que es condición de la moral y la razón recobradas.
El conflicto trágico —nos advierte la gran pensadora andaluza María Zambrano— nace de una destrucción rescatada por algo que la sobrepasa. Fiesta, rito, representación: la tauromaquia pertenece a ese nivel del ceremonial antiguo en el que las faltas de la humanidad —individuo y sociedad— son salvadas por la representación ritual, el acto que es respuesta humana a la fuerza aplastante de la naturaleza, del entorno, del azar. Esta es la hora de la verdad. Para sobrevivir, herimos a la naturaleza. Pero la naturaleza, a su vez, nos acecha y si es tierra pródiga, también es poder envolvente que nos puede sofocar con un abrazo excesivamente maternal y a veces hasta mortal. La dominamos a veces, pero otras, ella nos avasalla brutalmente.
El rito taurino es la más exacta representación del equilibrio posible entre un eterno dilema:
¿Separarnos de la naturaleza para ser hombres y mujeres civiles —civilizados— pero ayunos de la savia terrenal?
¿O sucumbir a un abrazo de la naturaleza que, convirtiéndonos en naturaleza, nos prive de nuestra singularidad humana?
El rito taurino es una de las grandes respuestas a este dilema: abandonar a la naturaleza o someternos a ella. Separarnos de ella o ser devorados por ella.
¿Qué es un rito, al fin y al cabo, sino respuesta humana a las fuerzas aplastantes del cosmos, aplazamiento, conjuro, evocación, llamado?
¿Qué es —específicamente— el rito taurino, sino una manera de devolverle a la naturaleza, porque para ser humanos nos hemos separado de ella, algo que le es propio a la naturaleza misma: la ofrenda de una ceremonia que reconoce el orgullo y la fuerza del entorno físico que, a la vez, nos alienta y amenaza?
Pues, ¿no dota la fiesta brava de orgullo a la naturaleza, reconociendo su valor y su fuerza, exponiendo al hombre al sacrificio a cambio del sacrificio correspondiente de la naturaleza, pero dotando a ambos —toro y torero— de orgullo —no de la hubris que nos ciega ante los límites del ser, sino el orgullo de saberse, cada uno, hombre y naturaleza, toro y torero, en su justo lugar como parte del entorno persona-mundo?
Ofrenda y rito: se trata de términos inseparables.
La fiesta brava es un acto hermanado de saber y de fe. La sociedad separa el conocimiento y la creencia. El rito taurino los reúne: en la fiesta, se sabe porque se cree y se cree porque se sabe.
¿Qué se sabe, qué se cree?
Sencillamente, que se puede perder ganando y ganar perdiendo. La tauromaquia no se engaña ni nos engaña. Es cierto: cada individuo y cada sociedad poseemos un excedente de energía y a menudo no sabemos qué hacer con él. Podemos desperdiciarlo en el daño: la guerra y el crimen. Pero podemos aprovecharlo en el beneficio: el arte, el buen gobierno, la solidaridad social, el valor personal.
La fiesta brava es, a un tiempo, la superación y la representación de esa energía vital excedente. La demuestra en uno de sus extremos: es un arte ritual, no exento de violencia pero que al representarla ritualmente, no sólo la salva de una actualización anti-social, sino que la confirma como renovación de un pacto: la renovación de la vida a pesar de la muerte.
Llego a Sevilla y ando buscando las voces que se creen perdidas. Las busco en las floridas calles con su mezcla insólita de cera y de flores. Las busco en las voces de los balcones, que por muy alto que estén, surgen de los pasillos secretos de Sevilla porque son hijas de la tierra. Las busco en el silencio mismo de las cofradías guiadas por el bastón de plata. Y de entre todas —silencio de los pies desnudos, índice erguido de la Giralda, y en palabras de Alfonso Reyes, tibieza de las Sierpes, azulejos de las espadañas, palomas heridas en el seno de cada Virgen—, de entre todas vuelven a surgir las voces que creíamos perdidas, las inmortales voces de la Semana Santa sevillana, la voz de El Centeno como alma temblorosa y la voz del cantaor Cipriano, de quien Sevilla dirá siempre:
—¡ Qué pena tenía aquel hombre, cantando!
“En la calle e la Amargura.
Cristo a su madre encontró:
¡no se pudieron habla
de sentimiento y dolór!”.
Hoy, aquí, hay reencuentro y alegría.
Señoras y señores:
Agradezco muy cumplidamente a Don Manuel Roca de Tovores, Conde de Luna, a don Antonio Sánchez Moliní de la Lastra, a mi viejo y queridísimo amigo Rafael Atienza Medina, Marqués de Salvatierra, y a Hugh Thomas, Lord Thomas of Swynnerton, muy admirado y también muy querido amigo tan cercano a mi corazón y al de mi esposa Silvia, por su generosa presentación. Me unen a Hugh Thomas tres tierras, tres devociones, tres historias: las de México, Inglaterra y España.
Aquí nos damos todos las manos, en esta Sevilla donde, como en parte alguna, conviven las Tres Hermanas —Nacimiento, Amor y Muerte— y en el teatro que lleva el nombre del Fénix de los Ingenios. Lope de Vega, y que cada Semana Mayor repite, Lope, su ruego:
Tomad en albricias este blanco
toro
Que a las primeras hierbas
cumple un año.
Albricias, pues, a todos, en espera del año que viene y el pregón que se hará eco del mío y de cuantos le precedieron.

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