El fin de “los toros”

recortar los cuernos de los astados, golpearlos para disminuir su fuerza, falsificarles edades y pesos, puyarlos de más con los picadores, y son incapaces de matarlos de una estocada.

Sin embargo, cuando José Tomás recibió cuatro orejas en Madrid paralizándose más cerca que nadie de los pitones, cuando el delicioso soberbio de Manolo Martínez dio siete vueltas al ruedo al despedirse de La México, cuando Enrique Ponce finalmente cortó un rabo en Insurgentes y cuando David Silveti sin un cuerpo funcional cuajó muletazos prodigiosos, yo lloré de emoción en el tendido.

Es muy difícil de explicar, pero encuentro en la fiesta brava instantes que me cimbran. Desde niño me llevaron a las corridas. Quizá por eso crecí sin reparar en la sangre que brotaba del lomo del animal más bello del mundo. Es subjetivo pero es verdad. Me fijo sólo en cómo el embate recio, fiero, de una bestia de media tonelada, el instinto violento del toro, se encuentra con un torero que parece no preocuparse por eso, que lo recibe quieto, apenas moviendo los brazos para librarse de la muerte con un lance de capote o muleta. La fuerza contra el desmayo. El empuje contra la lentitud. Una maldita genialidad. Un vicio. Una afición. Un arte.

Este domingo se celebró en Barcelona la que se prevé será la última corrida de toros en la historia de Cataluña. El Parlamento local las prohibió. Se podrá decir que se usó a la fiesta brava como moneda de cambio —“arma arrojadiza”, sentenció Joan Manuel Serrat— para una lamentable venganza política y nacionalista. Pero así es la democracia. Y los antitaurinos ganaron democráticamente. Felicidades a ellos porque ésas son sus convicciones.

De este lado, defendemos que no hay nada menos naturalista que condenar a una especie a la extinción y que, sin las corridas, el toro de lidia desaparecería porque no es económicamente viable como para vender su carne ni pacífico como para dejarlo suelto en el campo; que hay veterinarios que demuestran que, fiero por naturaleza, el toro no sufre en la plaza.

A lo mejor, aunque sea por supervivencia, habría que pensar si el clímax de la estocada mortal puede ser intercambiado por el también climático instante de un animal indultado al que el torero regresa entre pases tersos hasta los corrales. Autocriticar si hacen falta tanta puya, tres pares de banderillas y una divisa. Si con menos sangre el venerado burel baja la cabeza para embestir con clase y enloquecer a la plaza. O dejarlo todo igual, dar la batalla y que la historia y la política se encarguen.

¿Va a morir la fiesta en todo el mundo?, pregunté a Serrat (símbolo él mismo de Cataluña). “Un día empezó, otro día terminará. ¿Nos tocará verlo? A mí me gustaría porque como va a pasar dentro de muchísimos años, entonces me gustaría estar”.

Leave a Reply