Diego Silveti demuestra gran clase en su alternativa dando una vuelta al ruedo al perder las orejas con la espada

milagro de las fauces de la muerte y en aquel mágico lugar, muy cerca, hace quince años se hizo matador. México del alma querido, para tantos. En esos segundos, que fueron largos, en los que Tomás ayer cedía los trastos sobrevolaban emociones del hoy y del ayer. Quizá, sólo él lo sabe, la mente de Silveti se arrastraba a la memoria de su padre, el Rey David, quien fue el elegido para dar la alternativa a Tomás, pero una lesión truncó el destino. Y trágico desenlace le esperaba después. Silveti brindó al cielo, se le agolparían los recuerdos, supongo. Brindis largo, que encadenaba noches en vela, o tal vez la promesa contraída de licenciarse antes de partir a la aventura en los ruedos. Había cumplido con su palabra, y cumplió después con la leyenda de su apellido. «Lisonjero», su toro, sabía el peso de su realidad, y descolgó en el viaje, sacó codicia y nobleza para que Silveti le armara una faena bonita, que no encontró espada. La misma que le perdió cuando todo acababa.

 

En el sexto, y final. Habíamos dejado atrás emociones. Al toro de Salvador que cerró plaza, acontecimiento, le toreó a placer. Dueño del tiempo, sabiéndose en su sitio. Divino lugar, privilegiada meta. Nos cortó la respiración primero con un colosal quite por saltilleras de previo y gaoneras después. Vertiginosos lances, un canto a la pasmosa quietud de Tomás, que no perdía detalle. Diego toreó intenso, por México y por España, la tierra que ha visto su despertar. Por ambos pitones, encajó las embestidas, buenas arrancadas del de Domecq. Alegría para el toreo y faena de deleite. La espada no fue, no quiso y se dio una vuelta al ruedo con la virgen presidiendo en su capote de paseo. No hubo la foto. Se le escapó pero caló de lleno.

Antes, un poco antes, José Tomás puso el toreo al natural en el altar de la tauromaquia. Cargada la suerte de verdad, embarcando al toro con el pecho, ajustado embroque y dejando que la muleta asomara por debajo de la pala del pitón. El eje de ese toreo capturaba el alma. Fue haciendo al toro, noble animal, poco a poco. Con mimo primero y obligándole a embestir después con máxima expresión en el viaje. Había encuentro, temple y belleza. Con ayudados por alto cerró la obra, y a la estocada buena le precedió otra mala. Y la puerta grande se le cerró para dejar atrapado el tiempo en un trofeo. Posponemos foto a hombros. Todavía no hemos pospuesto el toreo 19 días (y quinientas noches de sufrimiento) desde su resurrección. Se topó con un segundo para frustrar la ambición de cualquiera: descastado, flojo… Un alma en pena.

Alejandro Talavante vino a la guerra, intuíamos el duelo interno que se batía en el ruedo. Talavante lo desveló sin resquicio de dudas. Tanto que en el quinto salió con todo el arsenal a cuestas. El noble toro pareció saber de facturas pendientes y acudió a la muleta de Talavante. Poderoso con el toro, entregado hasta el límite y cruzando la raya. Si había que ir al infierno se iba, pero su dignidad torera bien lo merecía. Estatuarios, bernadinas, un recital de pases por la espalda y como colofón un desplante, despojado de muleta arrojada a la arena, y dejando que el toro le tocara el pecho con la punta de los pitones. Lo tenía tan claro… que la puerta grande se le abrió de par en par tras una media. Había estado correcto con el tercero, más deslucido. Lo gordo venía después.

Talavante se fue a hombros, pero con y sin puerta grande, ayer vimos toreo, del bueno.

Fuente: (larazon.es)

Foto: Cortesía Javier Arroyo/aplausos.es)

 

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