editores, “…Entre el claroscuro barroco y la concentración sintética, propia de nuestro tiempo, este poema en fragmentos nos ofrece una visión tan erótica como apocalíptica”, se apunta en la contraportada. Es cierto, el conjunto es más poema que “Eso que ilumina el mundo”, antes reseñado en este mismo espacio, pero también está acompañado de muchos apartados en prosa que, aspecto curioso e interesante, rezuman poesía más en su significación que en su lenguaje depurado, preciso, casi profiláctico. Ni tan sintético, en comparación con “Eso…”, pues no abunda el aforismo. Los adjetivos de la “visión” son discutibles, mas no gratuitos. A cada quien con su peste, podría decir.
No obstante, estamos ante un libro provocador, anticomplaciente –que no antisolemne–, decantado; no es difícil imaginar el trabajo de pulir cada verso o cada frase, según el caso, realizado por González Torres. Nuevamente, el ejercicio reflexivo del escritor se manifiesta mediante versos en los que las palabras –en muchos casos– actúan casi como bofetadas, zarandeos o latigazos; en los que su disciplina férrea y su conocimiento del idioma obligan a los vocablos a doblar las manos y expresar la dureza, el vacío existencial de la humanidad paliado por los sentidos.
Tardes iguales
Las tardes de estos días el alma estorba
el alma es torva pues en las ciudades
sujetas a una férrea cuarentena
vagan torpes homúnculos erectos
unos sueñan al trasgo de la brisa
otros son víctimas de la modorra
languidecen sus grasosos semblantes
con el letargo de los animales.
A veces se compadece la sombra
se reaniman los rostros marchitados
las venas secas vuelven a imantarse
acude el lustre del deseo a los sexos
nuevos acontecimientos se añaden
a esa leyenda amarga y aleatoria.
En el ejercicio de la escritura, González Torres se debate denodadamente entre el pensamiento agudo y la doma de la palabra, entre la descripción –ésta sí– sintética de una realidad ofuscante y la acción comprometida del intelectual –ética, artística, esencialmente–, entre el filósofo y el poeta, entre el verso y la prosa. Al final, el lector atento queda deslumbrado por la intensidad de la batalla vislumbrada y la iridiscencia semántica del resultado literario. Estremecedor, al menos.
Si tomamos en cuenta el epígrafe inicial de Samuel Pepys y pensamos en la influenza que brotó en nuestro país en 2009, podríamos inferir en un posible motivo de escritura de este libro. Pero es especular; lo cierto es que la enfermedad –sus causas, sus síntomas, sus efectos en el tejido social– rige el trabajo literario en este libro reciente de González Torres. El libro está estructurado en seis capítulos –a la manera de las crónicas o libros de siglos anteriores: “De los presagios”, por ejemplo– y diez o más apartados con título propio, como el poema citado, lo cual evidencia el interés del autor por la forma, así como el dominio de los recursos formales y retóricos a su alcance –versos medidos y de distinta métrica, aliteraciones, prosa afilada…
Lo que se puede afirmar sin titubeos es que en los dos libros comentados de este autor predomina el pensamiento sobre el sentimiento, el propósito de someter las palabras a la forma, tal vez la obsesión de recuperar el sentido, de mostrar el poder, la capacidad de significación de aquéllas. Además, logra un contenido atemporal, es decir, como si recreara las mismas situaciones que se producen en épocas pasadas o recientes, donde la decrepitud y la decadencia imperan ante el azote de la enfermedad y los hombres reaccionan de la misma manera: cansados de invocar auxilio divino se sumergen en la disipación y el olvido. En la enfermedad es cuando más son arrastrados por la vida, por las viejas válvulas de escape de una realidad lacerante. Sin atisbos de arrepentimiento, pero sí de salvación o redención, los enfermos –Taís como emblema de la mujer pública y enferma, foco de la peste– no encuentran otro alivio que apurar la vida bebiendo, fornicando o danzando alrededor de las hogueras. Llegan a ser escalofriantes algunas escenas dantescas, escatológicas, que se suscitan cuando el hombre enfermo no halla remedio a sus males físicos y su espíritu se ha cansado de clamar a un dios ausente, ¿inexistente?
Armando González Torres construye en “La peste” un edificio verbal sostenido por la solidez de la palabra, aquella cercana a la música y que, después de ser proferida, ingresa al cuerpo por el oído con la potencia de una bacteria letal, capaz de transformar la vida del que la escucha. En este sentido, este libro también es un canto de esperanza, una afirmación de que la palabra tiene el poder de redimir al hombre, si es que éste tiene el conocimiento necesario para domeñarla. Tal es el caso de González Torres, quien sigue empeñado en crear una obra sólida, sobre todo singular en el panorama de la literatura mexicana contemporánea. Y “La peste”, creo, lo confirma.
Sueño
Lo más reciente fue el pavor ante un sonido que parecía provenir de una fulgurante estampida de enfermos. Di por favor que es un sueño y cierra las puertas a esas músicas que penetran el oído. Di que es un sueño y ruega que no lo acompañen murmullos contagiosos.
Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com
Foto: Portada de un libro sin concesiones, que apela a la inteligencia del lector.
Cortesía: “El Tucán de Virginia” y CONACULTA.
Poesía mexicana: “La peste”, de Armando González Torres (10)
Para Eloi, por el sueño compartido y por el 16.
Por Gregorio Martínez Moctezuma
Coordinador editorial Azteca 21
Ciudad de México. 25 de julio de 2011. De la lectura de “La peste” (Ediciones El Tucán de Virginia/Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2010), de Armando González Torres, es muy difícil salir indiferente, indemne, impertérrito. Considerado como poema por los editores, “…Entre el claroscuro barroco y la concentración sintética, propia de nuestro tiempo, este poema en fragmentos nos ofrece una visión tan erótica como apocalíptica”, se apunta en la contraportada. Es cierto, el conjunto es más poema que “Eso que ilumina el mundo”, antes reseñado en este mismo espacio, pero también está acompañado de muchos apartados en prosa que, aspecto curioso e interesante, rezuman poesía más en su significación que en su lenguaje depurado, preciso, casi profiláctico. Ni tan sintético, en comparación con “Eso…”, pues no abunda el aforismo. Los adjetivos de la “visión” son discutibles, mas no gratuitos. A cada quien con su peste, podría decir.
No obstante, estamos ante un libro provocador, anticomplaciente –que no antisolemne–, decantado; no es difícil imaginar el trabajo de pulir cada verso o cada frase, según el caso, realizado por González Torres. Nuevamente, el ejercicio reflexivo del escritor se manifiesta mediante versos en los que las palabras –en muchos casos– actúan casi como bofetadas, zarandeos o latigazos; en los que su disciplina férrea y su conocimiento del idioma obligan a los vocablos a doblar las manos y expresar la dureza, el vacío existencial de la humanidad paliado por los sentidos.
Tardes iguales
Las tardes de estos días el alma estorba
el alma es torva pues en las ciudades
sujetas a una férrea cuarentena
vagan torpes homúnculos erectos
unos sueñan al trasgo de la brisa
otros son víctimas de la modorra
languidecen sus grasosos semblantes
con el letargo de los animales.
A veces se compadece la sombra
se reaniman los rostros marchitados
las venas secas vuelven a imantarse
acude el lustre del deseo a los sexos
nuevos acontecimientos se añaden
a esa leyenda amarga y aleatoria.
En el ejercicio de la escritura, González Torres se debate denodadamente entre el pensamiento agudo y la doma de la palabra, entre la descripción –ésta sí– sintética de una realidad ofuscante y la acción comprometida del intelectual –ética, artística, esencialmente–, entre el filósofo y el poeta, entre el verso y la prosa. Al final, el lector atento queda deslumbrado por la intensidad de la batalla vislumbrada y la iridiscencia semántica del resultado literario. Estremecedor, al menos.
Si tomamos en cuenta el epígrafe inicial de Samuel Pepys y pensamos en la influenza que brotó en nuestro país en 2009, podríamos inferir en un posible motivo de escritura de este libro. Pero es especular; lo cierto es que la enfermedad –sus causas, sus síntomas, sus efectos en el tejido social– rige el trabajo literario en este libro reciente de González Torres. El libro está estructurado en seis capítulos –a la manera de las crónicas o libros de siglos anteriores: “De los presagios”, por ejemplo– y diez o más apartados con título propio, como el poema citado, lo cual evidencia el interés del autor por la forma, así como el dominio de los recursos formales y retóricos a su alcance –versos medidos y de distinta métrica, aliteraciones, prosa afilada…
Lo que se puede afirmar sin titubeos es que en los dos libros comentados de este autor predomina el pensamiento sobre el sentimiento, el propósito de someter las palabras a la forma, tal vez la obsesión de recuperar el sentido, de mostrar el poder, la capacidad de significación de aquéllas. Además, logra un contenido atemporal, es decir, como si recreara las mismas situaciones que se producen en épocas pasadas o recientes, donde la decrepitud y la decadencia imperan ante el azote de la enfermedad y los hombres reaccionan de la misma manera: cansados de invocar auxilio divino se sumergen en la disipación y el olvido. En la enfermedad es cuando más son arrastrados por la vida, por las viejas válvulas de escape de una realidad lacerante. Sin atisbos de arrepentimiento, pero sí de salvación o redención, los enfermos –Taís como emblema de la mujer pública y enferma, foco de la peste– no encuentran otro alivio que apurar la vida bebiendo, fornicando o danzando alrededor de las hogueras. Llegan a ser escalofriantes algunas escenas dantescas, escatológicas, que se suscitan cuando el hombre enfermo no halla remedio a sus males físicos y su espíritu se ha cansado de clamar a un dios ausente, ¿inexistente?
Armando González Torres construye en “La peste” un edificio verbal sostenido por la solidez de la palabra, aquella cercana a la música y que, después de ser proferida, ingresa al cuerpo por el oído con la potencia de una bacteria letal, capaz de transformar la vida del que la escucha. En este sentido, este libro también es un canto de esperanza, una afirmación de que la palabra tiene el poder de redimir al hombre, si es que éste tiene el conocimiento necesario para domeñarla. Tal es el caso de González Torres, quien sigue empeñado en crear una obra sólida, sobre todo singular en el panorama de la literatura mexicana contemporánea. Y “La peste”, creo, lo confirma.
Sueño
Lo más reciente fue el pavor ante un sonido que parecía provenir de una fulgurante estampida de enfermos. Di por favor que es un sueño y cierra las puertas a esas músicas que penetran el oído. Di que es un sueño y ruega que no lo acompañen murmullos contagiosos.
Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com
Foto: Portada de un libro sin concesiones, que apela a la inteligencia del lector.
Cortesía: El Tucán de Virginia y CONACULTA.