¿Por qué no me parezco a mi fotografía?

en ella se revelaban; sin embargo, pese a mi examinación casi microscópica de cada una, siempre me hacía la misma pregunta: ¿Por qué las fotos de la gente no se parecen a la gente que aparece en las fotos?

Lo más curioso de todo, era que reconocía a todas las personas pero por algún motivo sus parecidos eran diferentes. Cuando observaba alguna de ellas en particular en el tiempo presente y la comparaba con su imágen de la foto, a duras penas se parecía la una a la otra. Me comencé a fijar en las caras individuales de mis amistades, familiares y otras tantas personas cuyas imágenes había visto en varios álbumes u otras fuentes, e inmediatamente noté la diferencia. Las caras en las fotos eran distintas a las que había visto ayer o la semana pasada.

¿Por qué sucedía eso?

La curiosidad me acosaba constantemente y como un pequeño Sherlock Holmes, quería investigar el motivo de tal misterio, pero claro, teniendo en cuenta que no tenía ningún asistente graduado en Medicina que pudiera desempeñar el rol del doctor Watson, tendría que intentar resolver el misterio por cuenta propia.

Hoy en día, si trabajamos en alguna instalación que requiera identificación positiva de sus empleados, por lo general llevamos una tarjeta laminada colgada del cuello o fijada con un gancho a una prenda que tenemos puesta. Dicha tarjeta tiene impresa nuestros nombres, quizás el cargo que tenemos o el departamento donde trabajamos, el logotipo de la corporación y nuestra foto a color. Lo mismo sucede con otros elementos identificativos, como por ejemplo la licencia para conducir, el pasaporte, etc. Pero aún así, al comparar caras vs. fotos, la una es considerablemente distinta a la otra; y si las fotos en la identificación no se parecen a sus portadores, ¿cómo sabemos entonces que ésa persona es la que és?

Efectivamente, ¿cómo lo sabemos?

Con intención de rascar aquella incógnita que tanto me picaba, decidí adentrarme en el asunto. Me dí cuenta de que la diferencia era particularmente notable en los programas de teatro o imágenes promocionales de algún artista. La apariencia cosmética del individuo es tan distinta que cuando aparece en el escenario es completamente irreconocible. En la foto publicitaria, por ejemplo, el pianista aparece perfectamente peinado, sonrisa agradable, de perfil cincelado, sin una sola arruga y con un aire a ser divino. Cuando sale al escenario a dar su presentación, sale caminando lentamente, medio calvo, algo jorobado, la ropa colgándole como si fuera de una talla más grande y sonriendo forzosamente quizás por algún achaque del momento. ¿Suplantación de identidad?

Las fotos de los escritores cuyas imágenes aparecen en la solapa de sus propios libros tampoco se parecen a ellos en la vida real. Digamos que la escritora fulana de tal, en su cartel publicitario que anuncia el lanzamiento de su última novela, queda como artista de cine, con el cabello al viento, labios pintados y apretados como listos para dar un beso, con una mirada de esas de “ven acá, pero aléjate de mí”, un cutis que hace avergonzar el del pompis de un recién nacido y con medio hombro descubierto para incitar e invitar, y claro está, todo bajo una luz seductora. Cuando la dichosa fulana aparece en persona durante el evento, uno se podría caer de la silla a causa de la sorpresa: se presenta una mujer de baja estatura, medio regordeta, cabello gris enmarañado y busto caído. Al momento de comenzar a leer de su propia obra, se pone unos lentes que en grosor compiten con los del fondo de un vaso, con lo que los ojos le quedan desproporcionadamente grandes, casi con apariencia del extraterrestre estereotipo y así, con sonrisa mueca, mira fijamente a su público. ¡Qué desilusión!

Ni siquiera los delincuentes más buscados se parecen a sus imágenes en las pancartas como las del viejo oeste de “Se busca, vivo o muerto”. Si ese es el caso, entonces ¿cómo sabemos que han atrapado al individuo correcto buscado por la ley?

Uno de los mejores ejemplos se encuentra en el obituario de cualquier periódico. El anuncio dice que don fulano de tal falleció el viernes pasado a la edad de 97 años, rodeado de su mujer y sus 35 hijos, pero en la foto aparece un jóven de unos 25 años, en uniforme militar y con sonrisa de Hollywood. ¿Qué pasó? ¿Acaso no decía que tenía 97 años cuando falleció? ¿Por qué entonces se ve tan jóven? ¿Será que se equivocaron de difunto o talvez de foto? Francamente, no entiendo.

Yo tampoco me voy a excluír del tema, porque soy el mejor ejemplo de esa metamórfosis. He llegado a una edad en la que de día asusto y de noche espanto. En cada foto que aparezco soy el más calvo, o el más blanco, el más flaco o el más bajo de estatura física y por lo tanto es necesario que entre dos me lleven a brinco de rana y me retengan forzosamente para obligarme a tomarme “una fotico con todos” cada vez que se presenta la ocasión. Sinceramente, —y porque soy notorio en dañar cámaras fotográficas con mi sola presencia—, no me gusta que me tomen fotos, porque inevitablemente quedo con los ojos entrecerrados, o con expresión de un clásico bobo boquiabierto, o bién haciendo un gesto que francamente obligaría mi excomunicación de cualquier comunicación, para luego quedar irreconocible a las dos semanas, acto que nuevamente obligaría a preguntarme: ¿por qué no me parezco a mi fotografía?

Leave a Reply