Una oración por México
los primeros muertos en la Guerra del Peloponeso, y que Tucídides describe con inigualable veracidad, elocuencia y edificante oportunidad para todas las generaciones posteriores, en el capítulo VII, Libro II, de su Historia de la Guerra del Peloponeso.
“Nuestro sistema político -dice- no compite con instituciones que tienen vigencia en otros lugares. Nosotros no copiamos a nuestros vecinos, sino que tratamos de ser un ejemplo; nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría: es por ello que la llamamos democracia; nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes, y en ningún caso constituye obstáculo la pobreza; la libertad de que gozamos abarca también la vida corriente; no recelamos los unos de los otros, y no nos entrometemos en los actos de nuestros vecinos, dejándolos que sigan su propia senda… Pero esta libertad no significa que quedemos al margen de las leyes; a todos se nos ha enseñado a respetar a los magistrados y a las leyes y a no olvidar nunca que debemos proteger a los débiles. Y también se nos enseña a observar aquellas leyes no escritas cuya sanción sólo reside en el sentimiento universal de lo que es justo; nuestra ciudad tiene abiertas las puertas al mundo; jamás expulsamos a un extranjero… Somos libres de vivir a nuestro antojo y, no obstante, siempre estamos dispuestos a enfrentar cualquier peligro; amamos la belleza sin dejarnos llevar de las fantasías, y si bien tratamos de perfeccionar nuestro intelecto, esto no debilita nuestra voluntad (…) Admitir la pobreza no tiene entre nosotros nada de vergonzoso; lo que sí consideramos vergonzoso es no hacer ningún esfuerzo para evitarla; el ciudadano ateniense no descuida los negocios públicos por atender sus asuntos privados… No consideramos inofensivos, sino inútiles, a aquellos que no se interesan por el estado; y si bien sólo unos pocos pueden dar origen a una política, todos nosotros somos capaces de juzgarla; no consideramos la discusión como un obstáculo colocado en el camino de la acción política, sino como un preliminar indispensable para actuar prudentemente; creemos que la felicidad es el fruto de la libertad y la libertad, el del valor, y no nos amedrentamos ante el peligro de una guerra.(1)
Estas palabras, señala Karl Popper, no constituyen un mero elogio de Atenas, sino que expresan el verdadero espíritu de la Gran Generación. Ellas formulan el programa político de un gran individualismo igualitario, de un demócrata que comprende perfectamente que la democracia no puede agotarse con el principio carente de significado de que “debe gobernar el pueblo”, sino que ha de basarse sobre la fe en la razón y en el humanitarismo. Al mismo tiempo, constituyen la expresión de un verdadero patriotismo, de un justo orgullo por una ciudad que se había propuesto la tarea de convertirse en ejemplo de las otras, y que se convirtió en escuela, no ya de la Hélade sino también -como todos lo reconocen- de la humanidad, en los siglos pasados, presentes y venideros.(2)
Sería altamente deseable y paradigmático que la “Oración fúnebre” se incluyera en las plataformas ideológicas y políticas de todos y cada uno de los partidos políticos de México; que la aprendiese de memoria nuestra clase política y tratase de aplicar sus enseñanzas; que se incluyera en las clases que sobre ciencia política se dictan en nuestras universidades y que la recordasen de manera reiterativa quienes se ocupan de elaborar la llamada opinión pública. Y otra cosa serían nuestras maltrechas y atribuladas vida y cultura políticas.
NOTAS:
(1) Pericles, “Oración fúnebre”, en Popper, Karl R. La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona 1994, Pág. 182.
(2) Ibidem, págs. 182 y 193.