Reunión familiar, reunión digital

abuelos y sus nietos. Con ello supongo que el tamaño de casa para acomodar a una familia tan grande ha de ser lo más próximo al cielo que un representante de propiedad raíz avezado pudiera sentir mientras se encuentra vendiendo aquí en la tierra.

En la cultura latina, la familia inmediata también suele ser extensa. Los hijos viven bajo el mismo techo hasta que se casan, o bien “se quedan un rato más” mientras se resuelven algunos contratiempos económicos en sus vidas. Entretanto, mientras ellos fraguan planes para independizarse, las mamás contrarrestan ese esfuerzo y tienden a crear dependencia para mantenerlos en casa por cuanto más tiempo puedan: ¡no quieren que sus polluelos vuelen del nido!

Lindas y tiernas escenas, ¿verdad?

Bueno pues, yo jamás conocí aquellos panoramas. Mi familia inmediata consistía en padre, madre y un hermano. Aparte de ellos, los demás familiares eran como entidades muy distantes, casi lindando con calidad de extraterrestres de ciencia ficción —o filosóficamente hablando— entes de razón.

Por ahí una que otra vez se mencionaba o se oía del bisabuelo tal, que el abuelo esto y lo otro, que el tío no se qué, que el otro tío si sé cuando, que la tía fulana de tal, etc, que el perro de la prima que mordió a mengana, y así sucesivamente. Sin embargo, jamás veía a nadie.

Los motivos fueron varios. Los latifundios sureños de la propiedad de la familia de mi padre —que por muchos años proporcionó empleo a los lugareños— así como el patrimonio paterno de aquella nobleza provinciana, se desvanecieron durante los grises y cruentos días que dieron inicio a la Primera Guerra Mundial. Con el estampido de un disparo letal atinado al Archiduque, comenzó —como una maratón de desquiciados— lo que los historiadores posteriormente calificarían como “la guerra que pusiera fin a todas las guerras”. El magnicidio conllevó a eventos que prácticamente borraron a los terratenientes del mapa europeo.

La familia de mi madre, que tenía su pedazo de terruño norteño corrió con mejor suerte, con la diferencia de que perdieron todas sus pertenencias personales pero pudieron conservar sus respectivas vidas, su salud y su propiedad raíz.

Todo esto lo presento simplemente como punto de referencia para justificar mis sentimientos respecto a lo que mencioné anteriormente sobre eso de tener familiares “muy distantes”.

En una ocasión unos cuantos años atrás y antes de que mi madre viniera a visitarme, le pedí que aprovechara la oportunidad y me trajera “el álbum de la familia”. El destartalado álbum al que me refería era exactamente igual de feo y viejo que los que había visto en muchos lugares: portada roja oscura de formato horizontal con dos perforaciones en el lado izquierdo que unidas con un cordón rojo, sucio y desgastado, encuadernaba las páginas de papel negro sobre el cual estaban pegadas las fotos.

Obviamente, nunca faltaban las dichosas y siempre mal intercaladas hojas rotas de papel telaraña que por motivos que aún ignoro, jamás quedaba encuadernado con el resto de las páginas. Cada foto estaba encajada entre esquineras pegadas y bajo ellas había leyendas escritas en tinta blanca. Aquel mamotreto desvencijado contenía una colección de fotos en blanco y negro de diferentes tamaños, muchas de ellas manchadas, rayadas y con esquinas dobladas, ya por dedos curiosos, ya por intentar forzarlas dentro de las mismas esquineras.

Algunas imágenes eran tan pequeñas y oscuras que retaban al mejor par de ojos para revelar su contenido y que presuntamente en algunas de ellas aparecían mis antepasados, o por lo menos eso me decían. Al detallarlas, supe el motivo por el cual esos familiares parecían extraterrestres, un inquietante pensamiento que a mi tierna edad puso en tela de juicio my proveniencia verdadera y el motivo de mi presencia en este planeta.

Cuando era niño y por primera vez ví aquellas fotos, siempre preguntaba que “¿por qué éste señor siempre está borroso?”, que inevitablemente suscitaba la respuesta “¡porque se movió!”. Pasando a la siguiente página tras haberla escudriñado, noté algo extraño: “¡La tía Inés lleva un sombrero que parece una migaja de pan!”. La respuesta después de verificar mi observación: “Es que de hecho ES una migaja de pan pegada sobre la foto!”. Jamás volví a atreverme a hacer preguntas inoficiosas.

Felizmente, tomando plena ventaja de los beneficios y maravillas que nos brinda la modernísima tecnología digital, logré grabar algunas de las añejas imágenes para mi referencia y con ello dar inicio a mi patrimonio terrestre personal. Al mismo tiempo me inspiraron a escribir los siguientes versos que condensan lo antedicho:

Reunión digital

¡Qué emoción, qué emoción al haberlo logrado,
gracias a la tecnología en su máximo grado
por fin pude reunir a toda mi familia:
¡culminó mi larga y fatigante vigilia!

El escáner ha librado a mis predecesores
los ha transportado hacia los procesadores
de sus poses perpetuas en álbumes polvorientos
todos ahora juntos y no a los cuatro vientos.

Dichoso soy, salto de la felicidad,
desde las tierras familiares hasta la ciudad
porque todos mis ancestros residen ahora,
en el disco duro de mi computadora.{jcomments on}

 

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