“Mi Centenario y mi Bicentenario”: “Escenas mexicanas del siglo XIX”

grande (28.3 x 32.4 cm, quizás el conocido como folio menor o cuarto mayor, asegún el librero o bibliófilo), empastado café o crema o beis (beige), con el título en letras doradas y de patines, excepto la inicial, en escarlata, itálica y sin patines. En el extremo inferior derecho, luce un logotipo dorado: un velero surcando el mar. Extrañamente, para mí, el libro fue editado en 1971 por Editores Asociados –creo que es la misma editorial que publicaba muchos títulos en rústica, de autores no muy conocidos, como el ahora poco recordado Juan Miguel de Mora, o polémicos, como “Gloria y Jorge”, de Claudia de Icaza, pero con el sello Edamex.
Bueno, ya sea porque se “ve” mal o le quita prestigio o vaya uno a saber por qué razón, en la página legal se añade un subtítulo o incluso título que no aparece en la portada o tapa: “Pintura popular”, así como algunos datos importantes: “Introducción” por Antonio Arriaga Ochoa, entonces director del Museo Nacional de Historia de México, y “Fotografías” por Héctor Herrera –supongo que hijo de aquel reconocido “fotógrafo de las estrellas”, Armando Herrera, a quien debemos quizás las mejores, para los infantistas, fotos de Pedrito–. Uno más revelador: “Octavio Colmenares, editor”, junto al de lugar y año de edición: México, 1971. Asimismo, están los créditos de Jorge Velasco, como coordinador; Jim Taylor, versión inglesa del texto, y Anne Pechon, de la francesa; Norman Moreno, responsable de la impresión; Antonio Villegas, técnico en color y fotolito; Miguel Castillo Torres, maquinista de offset; María Isabel Corvera, formación de páginas, y Leopoldo Luviano, encuadernador; todos, coordinados por Octavio Colmenares Vargas. Gracias a ellos ahora podemos apreciar admirablemente su trabajo editorial. Aún más: ahí mismo se indica que fue impreso en “Impresora y Editora Mayo, S.A. en papeles Eurokote y Ameca Bond fabricados especialmente para esta edición por Euromac, S.A. y Fábricas de Papel San Rafael, S.A.”. Cabe señalar una característica más de este libro: trilingüe, en inglés, francés y español.
También en esa página legal está incluida la reproducción –en blanco y negro– de un gran cuadro anónimo: “La procesión de traslado de las monjas de una comunidad a su convento nuevo”, del siglo XVIII, perteneciente a la colección del Museo de Morelia, en el estado de Michoacán. Este cuadro –casi mural, como señala Arriaga Ochoa en su texto– nos da una gran idea de la vida en esa época –1750, aproximadamente–, pues hay cientos de personajes, entre los que sobresalen los religiosos, algunos de los cuales fungen como verdaderos guardianes de esas mujeres casadas con Dios, de las que sólo se aprecian sus negras siluetas rumbo a otra tumba, digo, otra iglesia o convento. Un Cristo, casi al centro del cuadro y elevado respecto de las demás formas, domina toda la acción (escena), en la que a un lado se advierte a los criollos y mestizos, de pie, mientras que dos indios con flechas y arcos, en cuclillas o sentados, parecen estar fuera de lugar, con expresión fiera. ¿Presagio agorero? Un prefacio visual de primer orden. Además, Arriaga Ochoa incluye unas apreciaciones de Diego Rivera sobre el cuadro.
En seguida, es decir, a vuelta de página, en tres columnas y con márgenes generosos, viene el texto introductorio, titulado simplemente “Pintura popular mexicana”, que en su momento o ahora suscita suspicacia o polémica. Quizás, en su momento, el libro no cumplió los “requerimientos” de los críticos de arte. ¿Qué es ese concepto? La verdad, el texto susodicho es interesante, pero no aclara qué se entiende por tal. Claro, se infiere o podría inferirse, pero se etiqueta a los pintores incluidos en esa categoría: populares, ¿para quién o por qué? Evidentemente, podrían serlo por los temas elegidos para pintar: cocinas, vendedoras y escenas cotidianas; más el gran ejército de tipos populares que los acompañan. Lo que sí, el especialista ubica muy bien el contexto y se advierten las influencias artísticas de los pintores, además se indica claramente que las obras reproducidas son parte de la colección Castillo de Chapultepec. No habla mucho de los cuadros y autores incluidos en las “Escenas…”, pero hay información suficiente sobre ellos en enciclopedias o textos especializados.
Después, el lector o diletante se enfrenta a las reproducciones de las obras seleccionadas, supongo por el editor y el autor de la “Introducción”. Son 15 cuadros, a cual más bello o interesante, dependiendo de la experiencia y sensibilidad del que los contemple. En orden sucesivo, comienza con “Cocina mexicana”, de Agustín Arrieta, “Cocina poblana”, de Eduardo Pingret, “La vendedora de aguas frescas”, de Arrieta, “El aguador”, “Puesto de aguas frescas”, “Interior de un jacal”, de Pingret, “Semana Santa en Cuautitlán”, de Primitivo Miranda, “China poblana vendiendo comida”, de Antonio Serrano, “Tropas republicanas en una venta del camino de Puebla”, de Miranda, “El jarabe tapatío”, de Serrano, “Escena de mercado”, de Arrieta, “Vendedora de buñuelos en una feria poblana” y “Pulquería”, de Arrieta, y “Jugadores de cartas en una venta”, de Serrano.
Cabe mencionar que hay dos del mismo título, “Cocina poblana”, de Pingret. Como el título descriptivo lo prefigura, son cuadros casi de costumbres, pero con un colorido, viveza y vigencia dignos de admirarse –tal vez en una exposición ad hoc, pues, como señala Arriaga Ochoa, cuadros así, con este tipo de personajes del pueblo, “hay muchos” en el museo que dirigió–. En lo que a mí concierne, me llaman particularmente la atención dos obras, “Interior de un jacal” y “El jarabe tapatío”, por las referencias musicales, pues en el primero hay una mujer tañendo una vihuela o jarana y en el segundo, una pareja baila mientras otra toca un arpa –la mujer– y una vihuela. Esto no es tan extraño, pero bien valdría hacer una obra (¿o ya existe?) que hable de la relación entre la pintura y la música nacionales. Deliberadamente, omití hacer comentarios más detallados de las obras incluidas en “Escenas mexicanas del siglo XIX”, pues considero que con lo dicho debería de bastar para que el lector interesado busque en bibliotecas o librerías de viejo este magnífico ejemplar. Sin duda, un tesoro para los amantes de los libros y de los temas mexicanos. Para los artistas, diletantes o críticos de arte quizás no sea lo mismo. No obstante, el libro resulta muy útil e ilustrativo para saber cómo vivían los novohispanos que años después serían mexicanos independientes, hasta décadas antes de la Revolución.
Por último, como corresponde al colofón del libro, en aquél se indica el título: “Pintura popular: Escenas mexicanas del siglo XIX”, que fue impreso el 15 de septiembre de 1971 y tuvo un tiraje de tres mil ejemplares numerados, más sobrantes sin foliar para promoción. Por lo visto, el mío pertenece a estos últimos, así que bien puedo decir que cumplió su cometido.
Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com
Foto: portada de un libro, ahora, de colección.
Cortesía: www.vialibros.net