Lo que ves por el oído

celular implantado en alguna parte —espero que favorable— de nuestra anatomía.

Lo que hay que admitir que no ocurre —salvo por algunos casos con aparatos y conexiones más sofisticadas— es que aquellas conversaciones son puramente habladas y con esto quiero decir que en la mayoría de los casos no vemos la cara de la persona con la que nos estamos comunicando. Obviamente, gracias al identificador de llamadas, hoy tenemos cierta ventaja en saber por lo menos el nombre de la persona o la entidad, pero pese a ello, seguimos sin ver la cara del llamador.

Bueno pues, precisamente esa incógnita conlleva a otros cauces de la fantasía y como no podemos ver a la persona en el extremo opuesto de la línea, nos la imaginamos, o por lo menos eso es lo que hago. Pero aún así, un nombre bonito bien pudiera pertenecerle a un esperpento ya sea masculino o femenino.

En mis experiencias parlatorias telefónicas siempre formo una imágen de la persona desconocida con la que estoy hablando basada en el tema de la conversación y su timbre de voz. Muchas de las llamadas provienen de centros de mercadotecnia intentando vender algún producto o servicio, a veces con tal frecuencia e ímpetu que es casi como un tsunami de limosneros tecnificados.

En una ocasión me tocó escuchar una voz aparentemente femenina. Reservo comentario sobre la autenticidad del sexo de esa voz, porque al fín y al cabo nunca lo supe. Era una voz aterciopelada que yo juraba provenía de una de esas damas altivas y sofisticadas que fumaba con cigarrillera larga, tomaba whisky escocés reserva doce años y se refería a mí como “gordín”. Sus providencias ulteriores eran las de querer venderme propiedad raíz en algún lugar que no encontré en ningún mapa. Presintiendo chantaje y potencial acoso femenil de dudosa proveniencia, inmediatamente solté el auricular como papa caliente.

Otras voces me promovieron imágenes espeluznantes de alguna vejestoria, narichata, ojiverde y cuellierguida dama, que intentaba recaudar fondos para alguna causa que según ella, era “noble”. A mí me sonó como directora de funeraria buscando futuro cadáver. Atemorizado por tal visión mental, rápidamente colgué, huyendo del teléfono a la misma velocidad que la de un niño ante un plato de espinacas.

De vez en cuando la situación cambia, como en una ocasión, en la que sin previamente haberlo conocido y tras haber hablado con la persona, me imaginé a un tipo que sonaba como un puro papanatas y cuando lo conocí, ¡no solo seguía sonando como papanatas, sino que de hecho ERA un papanatas!

En otra oportunidad, hablando con alguien a quien imaginé ser reina de belleza, me resultó ser reina de fealdad: ¡ay Santa Venustiana de los chones chafados, casi que necesito un calmante y lentes oscuros!

Eso me pasa por estar viendo con los oídos y no con los ojos.

Personalmente, soy delgado como silbido de culebra, semi calvo, uso lentes, soy narizón, mi mano derecha es más grande que la izquierda y tartamudeo cuando tomo café caliente. Me desespero esperando y puedo comer más que el gobierno federal. Aparte de eso, soy corcovado, estoy cojo de la pierna izquierda, tengo mis dos dientes delanteros rotos y mi apodo es “el chiripudo”.

Mi descripción es una medida preventiva que le extiendo a todos aquellos que potencialmente pudieran hablarme por teléfono. Simplemente deseo librarlos de la equivocación, vergüenza, y decepción de imaginarme como un “Adonis” de esos de película… por si las moscas.

 

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