El Misterio del Calzoncillo Perdido

mis pantalones y de pelar de mis espaldas la sudorosa camisa, me encaminé directamente al baño para terminar de modelar lo que finalmente sería el traje de Adán; claro está, que sin la mentada hojita de parra y con eso, a plenitud de mi ya famosa “triste figura”.

Rápidamente me quité la ropa interior y la tiré, como de costumbre, en la cesta de la ropa sucia y sin pensarlo más, seguí con mi rito diario de la ducha, repitiendo la misma rutina una y otra vez durante el curso de la semana restante, en algunos casos hasta dos veces por día: ¡casi que rechinaba de lo limpio que quedaba!

Al principio de la semana siguiente, decidí lavar la ropa sucia que se había acumulado durante los días previos. Seleccioné cuidadosamente lo que para entonces eran las semi aromáticas prendas: los calcetines acá en éste montón, las camisetas y calzoncillos aquí en este otro, las camisas blancas de cuello duro en otro separado y claro está, las prendas de color aisladas del resto en un montículo aparte. Me daba orgullo de la simetría con la que colocaba los añejos montones y del contraste que producían sobre el piso de azulejos rosados instalados en típico diseño entrecruzado de los años cincuenta.

Prendí pues la lavadora después de haberla cargado con el respectivo perfumado fardo y dando la media vuelta, me dediqué a mis oficios cotidianos. En menos de una hora, sonó en el aparato lo que el fabricante llama “timbre”, pero lo que yo llamo “alarma de buque durante un incendio” y cuyo enervante sonido me hace saltar hasta el cielorraso como uno de esos gatos asustados de las tiras cómicas.

Saqué pués la ropa húmeda de la lavadora y tras de haber sacudido cada prenda por separado para que se secara mejor y más rápido, tiré una por una dentro de la secadora. Me aseguré de que en la lavadora no quedara absolutamente nada. Prendí la secadora y nuevamente regresé a mis quehaceres. Una vez secas, retiré las prendas y colocándolas dentro de un canasto, las llevé para tirarlas sobre la cama para surtirlas y doblarlas.

Cuál no sería mi sorpresa al comenzar a deshacer aquel tibio nudo caótico de futuros trapos, cuando me dí cuenta de que pese a la cuidadosa contabilidad de mis paños menores….  ¡uno de ellos faltaba!

¡Horror de los horrores! ¿Acaso no había sido YO personalmente el que había colocado la ropa en la lavadora? ¿Qué truco cruel me estaba jugando la vida que ahora me negaba la entrega de uno de mis propios calzoncillos? ¿Será que me lo está escondiendo como si fuera un rehén a cambio de una cuantiosa recompensa?

Sin pensarlo más y entrando en materia, directamente comencé a escarbar como perro buscando su hueso enterrado. ¡No podía ser! Y ahora, para colmo de males, descubrí que tampoco encontraba el par de uno de mis calcetines azules oscuros. ¡Insoportable: DOS prendas desaparecidas, en MI casa, de MI lavadora y todo eso después de que YO PERSONALMENTE me encargué de lavarlas! ¡Casus belli! grité a todo pulmón, mientras invocaba palabras húngaras adultas que le rendían pleitesía a las deidades de la escatología entremezcladas con las de la divinidad.

Tras de recuperar un poco la calma después de haberme desquiciado por tan flaca causa, decidí continuar doblando la ropa para guardarla y entonces fué cuando me percaté de que el dichoso calcetín “desaparecido” había sido capturado por la pierna de uno de mis pantalones oscuros y estaba a punto de ser devorado por la entrepierna del mismo. Afortunamente como caballero que rescata la dama en el momento crítico de la película, lo pude salvar de su negra suerte. ¡Qué sentimiento tan gratificante el que se siente al haber logrado esa aparentemente insignificante pero importante faena! Felizmente admito que los actos caballerosos siguen vivitos y coleando, tal como yo lo acababa de demostrar en mi tarea de hidalgo de la ropa limpia.

Orgulloso de mis acciones, decidí regresar a la secadora para revisar una vez más y asegurarme de que no hubiese quedado nada adentro y cuando me acerqué, ahí mismo, ante mis ojos, entre el brillante tambor de acero inoxidable y una de sus aletas, ¡se encontraba arrugado y atrapado el reverendo calzoncillo! La euforia que se apoderó de mí es inexplicable; casi me sentí como el Sherlock Holmes de la ropa interior, el detective máximo de los paños menores, el Charlie Chan de los “chones”: ¡había resuelto el misterio del calzoncillo desaparecido!

Y pensar que me había preocupado tanto por tal nimiedad… ¡qué vergüenza, mano!

 

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