Faenón inconmensurable de Castella que enamora a La México; Ortega corta dos orejas; Spínola, voluntarioso

extraordinaria, de las mejores que se han visto en los últimos años.

El toro no permitió florituras de salida, pues casi no se dejó torear de capote. El magnífico puyazo de Ángel Juárez atemperó la embestida un poco, pero sin llegar a obligar al toro a soltar del todo el temperamento que tenía.

Y fue entonces Castella, a base de entrega y carácter, sitio y valor al límite, el encargado de sacar el fondo de bravura que habitaba dentro de ese toro que representaba una prueba difícil para cualquier torero.

En ese momento en que Sebastián comenzaba a centrarse con “Maestro”, que era el nombre del ejemplar de Teófilo Gómez, el gritón de marras saltó a escena con una pregunta estúpida: “¡¿Qué pasaría si te acercaras al toro?!”

Y no se hizo esperar la jocosa respuesta de El Pato, de la Porra Libre, que con ese ingenio tan propio del mexicano contestó, a voz en cuello, casi de inmediato: “¡Eso es lo que te dice tu vieja, güey!”

Evidentemente, la inoportuna ironía causó una profunda irritación en el público, que ya estaba entrando, paulatinamente, en una faena riesgosa debido a ese comportamiento un tanto reservón del toro, que no terminaba de entregarse a la muleta de Sebastián.

El enfado se trocó en risa, y aunque Castella estaba reconcentrado en la mirada del toro, seguramente sintió el respaldo de todo el público, que no terminó de recriminar al idiota aquel que había echado la leña al fuego.

Sebastián se tomó a pecho la afrenta, y se arrimó aún más; pisó terrenos comprometidos en los que tenía que provocar mucho la arrancada del toro en el primer pase de cada serie. Una vez embarcado, el de Teófilo metía la cara con mucha transmisión, y así surgía toda la hondura en el muletazo.

Por si no bastara esa forma de torear, se sacó de la manga recursos inverosímiles, como iniciar una serie con un cambiado por la espadas, en un cite demasiado en corto, detalle que terminó de enloquecer a la gente, que a esas alturas del trasteo ya estaba enamorada de esa forma de torear.

Porque fue una combinación de tremendismo sutil, y ojedismo, donde obligó al toro a recorrer ochos límpidos, de matemático trazo, en los que acudió una y otro a vez en medio de una extraña combinación de miedo y regusto, sentimientos encontrados que hicieron de Castella un objeto de deseo que fue en aumento hasta explotar en el delirio colectivo, con el púbico puesto en pie, rendido a una expresión artística de una gran fuerza creadora.

Mientras las series se entrelazaron unas con otros, la imagen de Castella, mayestático, toreando con abandono en los medios, el éxtasis de la gente iba en aumento.

Los cambios de manos por la espalda para echarse la muelta a la zurda y ligar con el natural; las dosantinas casi sin mirar al toro; los desdenes con resminiscencias martinistas… y claro, el trazo extraordinario, el temple diáfano, extraído de la corta distancia, fueron las claves de esta permanente seducción en la que el público se involucró de inmediato.

El silencio que se hizo cuando Sebastián monto la espada era infrecuente en esta plaza que, instantes después del pinchazo, lamentó al unísono el yerro. Y es que la consecución del codiciado premio de las dos orejas y el rabo, un galardón que tanto subyuga a las figuras extranjeras en La México, se desmoronó de inmediato.

Un par de pinchazos más amargaron la existencia al francés, que se había dejado la piel en aquella obra de gran calado y una pasmosa originalidad, la que atesoran las figuras de época cuando saben bien que el toreo, según lo dijo Juan Belmonte, es “una expresión del espíritu”.

Los apéndices del toro no llegaron a manos de Sebastián, pero si la entrega absoluta del público que lo obligó a dar una ovacionada vuelta al ruedo, de esas que tanto falta hacen a veces hoy día, repletas de reconocimiento y quizá más que ello, el sí definitivo a un torero que está en vías de convertirse en un consentido, tanto como en su época lo fueron Cagancho, Manolete, Camino, Capea o Ponce. El romance ha comenzado.

La tarde tuvo otro pasaje de magnífico nivel con la lidia –tan completa, variada y reposada– que dio Rafael Ortega al toro que abrió plaza. El tlaxcalteca demostró que cuando se decide a hacer el toreo bueno es capaz de torear con mucha soltura y temple.

Y es que ese toro tuvo una agradable nobleza, y calidad, porque salía rebozado de las telas, embistiendo con ritmo y, aunque sin meter la cara abajo, pasaba con recorrido.

Las verónicas de recibo; una lentísima revolera; las chicuelinas al paso para llevar el toro al caballo, y el quite por navarras, representaron un compendio capotero de lujo.

Si a ello sumamos el vibrante tercio de banderillas, del que sobresalió el segundo par, que clavó tras un recorte muy torero, la cosa había quedado de dulce para la faena de muleta. En un palmo de terreno embistió el toro, y ahí mismo lo toreó Rafael, con seguridad y mando, temple y cadencia, aderezando las series con airosos molinetes o vitolinas, todo hecho con esmero y confianza.

Fiel a su estilo con el acero, se perfiló en corto y se fue derecho tras de la espada, echándose encima del morillo, y el toro lo levantó en vilo en el momento de la reunión, enganchándolo por la pierna derecha sin herirlo.

El dramatismo del instante sirvió para que le entregaran dos orejas, entre algunas protestas, mismas con las que Ortega regresó a la senda del triunfo en una plaza donde sus números son más que respetables.

El resto de la corrida tuvo otros pasajes interesantes, como fueron los pares de banderillas de Fermín Spínola y el afán para sacar provecho a un lote deslucido. Por más que lo intentó, el torero de Atizapán no conectó con el público debido a esa falta de emoción de la que adolecían sus toros. No obstante, enseñó facilidad lidiadora y fue ovacionado.

El cuarto de la tarde fue un toro incierto con el que Rafael Ortega volvió a esforzarse sin resultados favorables, mientras que Sebastián Castella tuvo que tragarse las protestas de la gente ante la falta de remate del quinto, que debió ser devuelto.

Y el francés, en un nuevo intento de formar otro lío, regaló un sobrero de la misma ganadería, aunque ya no pasó nada trascendente. Y es que cuando el toreo tiene esa magia, la que tuvo su primera faena, resulta harto difícil que se vuelva a dar.

Esos son los argumentos que posee este maravilloso espectáculo que nos hacen volver una vez más a la plaza, y a los toreros a superar, en intensidad y sentimiento, la fugaz obra de arte, como la que cuajó Castella a “Maestro”. Una faena de esas para el recuerdo.
Ficha
Décima corrida de la Temporada Grande. Unas 15 mil personas en tarde muy fría, con intermitentes ráfagas de viento. 7 toros de Teófilo Gómez (el 7o. como regalo), disparejos en presentación y juego, de los que destacó el 1o., por su nobleza y el 2o. por su tranmisión, ambos premiados con arrastre lento, aunque el segundo fue pitado en el arrastre. El resto dio escaso juego. El 5o. fue protestado por su falta de trapío. Pesos: 483, 480, 508, 490, 494, 530, 493 y 506 kilos. Rafael Ortega (azul pavo y oro): Dos orejas con algunas protestas y silencio. Sebastián Castella (grana y oro): Vuelta, silencio y ovación tras aviso en el de regalo. Fermín Spínola (nazareno y oro): Palmas en su lote. Destacó en varas Ángel Juárez y Fermín Salinas, y con las banderillas Raúl Bacélis, que saludó. Al finalizar el paseíllo se tributó un minuto de aplausos a la memoria del ganadero don Luis Barroso Barona, fallecido el miércoles pasado.
Fuente: (mundotoromexico.com)

Leave a Reply