En 'El Ahuehuete' la tradición
manda que los 'primerizos'
deben bailar en las tres
primeras visitas al Santuario
del Señor de Chalma
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Gregorio Martínez M./Azteca 21
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Por Gregorio Martínez Moctezuma
Reportero Azteca 21
Ciudad de México. 10 de abril de 2009. Los preparativos empiezan días antes, ya sea haciendo ejercicio, pedir permiso para faltar a los trabajos el Miércoles Santo, juntar víveres, organizar quién los llevará a Los Dinamos o acordar el punto y la hora de reunión. La familia o “la banda” se preparan para la caminata o peregrinación a Chalma, Estado de México. Sí, porque el Señor de Chalma, desde hace décadas, es el objeto de culto de muchas familias y el “Jefe” de la banda.
En los barrios y colonias del Sur-Poniente de la ciudad ir a Chalma en la Semana Santa era una auténtica tradición, que, desafortunadamente, se ha ido perdiendo con los años. Sigue vigente, pero ha perdido su carácter de tradición colectiva, casi comunal, pues, como muchas otras, se ha atomizado, fragmentado, excepción hecha de la peregrinación que realizan en agosto y septiembre los residentes de varios barrios de Xochimilco y Contreras, que van “en bola” cada año.
Así, el Miércoles Santo, los peregrinos comienzan a prepararse para la caminata. Muchos grupos caminan por el rumbo de Naucalpan y enfilan a la carretera a Toluca. Otros lo hacen por Santa Fe y a la misma vía. Por el sur, lo común es por el Ajusco o Contreras y llegar a Xalatlaco, Estado de México. Los que salen por esta última demarcación capitalina, comienzan su vía crucis en Los Dinamos, en el “Cuarto”. Este bosque, un milagro vivo en esta ciudad, ha sufrido en los últimos años una impresionante deforestación, que se refleja en el cada vez más escaso cauce del Río Magdalena, que desciende de las montañas al valle.
En Contreras es el último punto para abastecerse de lo necesario para la marcha: pilas, lámparas, rollos fotográficos, agua, tequila, pan… En el “Cuarto Dinamo” también se ponen puestos de antojitos. De ahí en adelante a caminar por el bosque, siguiendo el cauce del río, hasta llegar al primer punto importante de la marcha, el “Cerro de las Cruces”, donde abundan éstas, tanto de testimonios de gente que paga “mandas” como de los que se han quedado en el camino (muchas cruces son testimonio del tiempo de las bandas de los años ochenta e incluso principios de los noventa, cuando muchos jóvenes “del barrio” se quedaban en el viaje por caminar drogados por pegamento o solventes y demás drogas que consumían esos grupos de colonias de “escasos recursos” o pobres). No son pocos los que se extravían en este punto o los que se quedan a acampar o pernoctar en el cerro.
Antaño no había puestos de antojitos, refrescos y pulque –ahora hasta bebidas alcohólicas venden– en ese punto, ya que es bosque o monte, pero dadas las oleadas de caminantes, pues han proliferado los lugareños (sobre todo de los ranchos cercanos a Xalatlaco) que aprovechan esos días para ganarse unos pesos extras a costa de desvelarse y sufrir calor y frío, asegún la hora del día. Enseguida se desciende la ladera de ese cerro, hasta llegar a un punto donde se baja el último pedazo de monte, lleno de tierra suelta, para aterrizar en “El valle del silencio”, donde es forzoso hacer un alto para sacar la tierra que se introduce a tenis, botas y demás calzado de los peregrinos. Cabe mencionar que los nombres de los lugares son los que les dan los propios caminantes; habría que saber cómo los denominan los lugareños.
Los grupos de caminantes los integran familias, incluso no son extraños los bebés y niños de pocos años, destacando la presencia de muchos jóvenes de ambos sexos. Después del valle, se sigue una senda serpeante, ya casi todo camino plano, hasta llegar a un cerro en forma de M, cuyo camino lateral desciende imperceptiblemente hasta Xalatlaco, a un costado de una iglesia ubicada aún en pleno cerro y a la salida o entrada del pueblo. La Luna suele ser acompañante fiel del peregrino por las noches.
A partir de este punto, todo lugar es bueno para pernoctar o descansar. Una iglesia que por tradición alberga peregrinos en estas fechas en su salón parroquial es la de La Magdalena, donde llegan a dormir muchas personas. Se acuestan en el suelo, si acaso algunos consiguen cartón para atenuar el frío piso. Pero en este pueblo las calles se llenan de peregrinos, pues ahí ya confluyen los de las diferentes rutas desde el D.F. Después se toma un atajo –para evitar la carretera– y se llega a Coatepec, donde las canchas de basquetbol y algunos salones parroquiales sirven de albergue, pero es tanta la gente que las calles se vuelven dormitorios temporales.
Siguiendo el río humano (a partir de aquí es casi imposible perderse, pues la hilera de hormigas humanas es constante), se toma una calle y se enfila por el siguiente cerro. El siguiente punto importante es el denominado “Espinazo del diablo”, después sigue “El estadio”. El primero de verdad es un verdadero calvario, por su empinada cuesta. Después se llega a otro valle, donde desde hace pocos años y dado el frío imperante en tales alturas, ya se ponen brigadas de la Cruz Roja, para auxiliar a quien lo requiera. También comienzan a darse las deserciones o abandono del propósito: algunos se regresan u otros toman el camión al poblado donde está el Cristo de la Cueva.
Después de ese valle que sigue al “Espinazo” se llega al poblado de “La Esperanza”, que está perdido en medio de cerros y donde ya comienza a abundar el polvo, que cubre los rostros de muchos niños que piden “Un peso” o “Una moneda” o venden bastones de madera recién elaborados. Esos niños parecen fantasmas salidos de un México que se niega a desaparecer: el México miserable, pobre.
En este poblado las familias locales ofrecen muchas opciones de comida a los peregrinos, desde un caldo de pollo, mole, hasta las impensables carnitas o barbacoa, sin faltar los tlacoyos y quesadillas de cajón y el pulque. También se alquilan cuartos por horas o noche, baños. Es un punto en el que se debe descansar y reparar energías y fe, pues la continuación es el infierno tan temido de todos los caminantes: “El arenal” o “El terregal”, parte del camino que va de La Esperanza a Ocuilán y que es un suplicio auténtico, ya que su suelo es arenoso y aquí los caminantes hacen nubes de polvo que todos respiran inevitablemente. Muchos se cubren la boca con pañuelo o prendas de vestir o tapabocas o cubrebocas; el hecho es que “las vueltas” de este camino son, al parecer, interminables, de ahí que los lugareños ofrezcan los “taxis”: caballos para concluir esta agotadora etapa.
Cuando se llega a Ocuilán es como salir del desierto al oasis y casi otra parada obligatoria. No es que el pueblo sea un vergel, simplemente ya no hay polvo y sí muchas opciones para descansar y “cargar las pilas”, además de que es de “bajadita”. A partir de aquí ya se alterna el camino por carretera y se atraviesan dos cerros, siempre con opciones de comida y bebidas, hasta llegar a la antesala de Chalma, “El Ahuehuete”, donde, según la tradición, los caminantes –y visitantes– deben bailar en la capilla existente. O sea que el dicho que hace referencia a “ir a bailar a Chalma” no es tan cierto: se baila en “El Ahuehuete”, no en Chalma, y deben ser tres años seguidos para que valga la ida. El nombre del lugar se debe a un enorme sabino colmado de milagritos, por donde fluye un afluente del Río Chalma u Ocuilán, y en el que infinidad de caminantes se detienen a descansar y a “lavarse” los pies, a pesar de que el agua es fría. En uno de los dos cerros que se atraviesan, hay lugareños “arreglando” el camino –quitando trechos pedregosos, emparejando…– que piden ayuda. Además, hay cuevas o farallones con formas, que la gente identifica con diferentes nombres: “El leñador”, “El fraile”…, los cuales tienen sus leyendas respectivas Y no es extraño que algunas personas se detengan a un lado de la carretera y ofrezcan naranjas, tortas al peregrino; gratis. Cumplen también una manda, pues. Y están las que venden coronas de flores, para los que es su “primera vez”.
Mientras más grande la cruz,
mayor el esfuerzo, y así
el beneficio esperado
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Gregorio Martínez M./Azteca 21
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Y así, por la carretera, se llega a este pueblo-imán religioso, donde descender las calles empedradas es un martirio, entre miles de personas y un calor terrible. Cada vez son menos las personas que cumplen mandas cargadas de nopales, aunque sí se ven las que se colocan cruces de espinas auténticas o las que van de rodillas o cargando grandes cruces de madera o altares de santos y vírgenes. Llegar al atrio es un triunfo, entre el cansancio, el gentío y los puestos de reliquias, imágenes y alimentos. De esta manera, la frase "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados y yo os aliviaré", creo que del Evangelio de San Mateo, se vuelve cierta y plenamente gozosa.
Al entrar al templo la frescura es un alivio divino, el peregrino hace largas filas para llegar al altar –los que traen su cruz floral la dejan a la entrada, pues numerosos voluntarios están alertas a retirarlas de las cabezas– y agradecer al Santo Señor de Chalma los favores recibidos o el milagro otorgado. Se produce una catarsis difícil de explicar, más complicado de entender para el que no lo ha vivido, para el que no lo ha visto (pues muchos lo entenderán si han ido en esas fechas de visita a ese Santuario, en autobús o automóvil).
Salir del templo es tan pesado y penoso como la llegada (o aun más), pues se sale por un costado o la parte posterior y hay que atravesar el atestado pueblo hasta llegar a una de las dos líneas que corren del D.F. a Chalma. Sí, Chalma es un Santuario sagrado para miles de fieles capitalinos. Algunos deciden bajar a lavarse al río, que por ahí ya pasa cada vez más sucio, pero sigue siendo muy fresco; comer y descansar unas horas. La mayoría, después de agradecer al Cristo milagroso, decide regresar lo antes posible y debe formarse, a veces horas, para abordar un autobús a Toluca, Cuernavaca u Observatorio. También abundan las peregrinaciones que llegan en autobús de diferentes partes de la República.
El recorrido caminando, dicen algunos, es de sesenta kilómetros, otros aseguran que son ochenta. Comoquiera que sea, caminar a Chalma en Semana Santa es un acto de fe que conmueve y arraiga nuestras creencias: el perenne anhelo del hombre por redimirse, por ser mejor; el deseo de agradecer por la oportunidad de estar estar vivo y reconocerse en el martirio del Señor como acto de contrición y de fe en los hombres de Buena Voluntad, como lo son esos días los miles de personas que peregrinan cada año al Santuario del Señor de Chalma, el mero “Jefe”, según muchos de sus fieles.
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