“Antes que anochezca”, de Reinaldo Arenas, un canto a la vida

 

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

A Raúl Ortega Alfonso, poeta y amigo cubano que vivió en México

Ciudad de México. 10 de marzo de 2009. Recientemente salió al mercado mexicano una nueva edición de la autobiografía del escritor cubano Reinaldo Arenas, “Antes que anochezca” (Tusquets Editores, México, 2009), en la colección “Fábula. Biblioteca de autor”, en un formato y diseño novedosos, como parte de una estrategia en México de la editorial española para lanzar grandes tiradas de libros de bolsillo de autores relevantes y a un precio accesible.

Así, tenemos la oportunidad y el placer de leer a uno de los escritores en lengua española más poderosos e interesantes, más audaces y más vitales, más auténticos y con un gran amor por la palabra, por la literatura. En esta autobiografía, escrita o dictada antes de morir en 1990, Arenas traza los rasgos más lúcidos, entrañables y certeros de la vida en Cuba en gran parte de la segunda mitad del siglo XX desde su privilegiado punto de vista: el de un escritor nato.

Con una asombrosa memoria –que no es otra cosa que su inveterada capacidad de fabulador, seguramente heredada de su abuela–, Arenas va recuperando paulatina y morosamente su infancia en el campo, rodeado de mujeres solas y de un contacto permanente y desprejuiciado con la naturaleza. Quizás la magia de su prosa resida en que supo absorber esos momentos plenamente porque, vaya descubrimiento, fue un niño solo, solitario, hijo de una mujer derrotada, abandonada por su pareja, al que únicamente recuerda haber visto una vez en la vida, cuando le obsequió una moneda y su madre enfureció por el hecho.

Desde temprana edad, Reinaldo también sintió el aguijón del deseo sexual, la certidumbre de que ese universo familiar y campirano era muy pequeño para sus sueños, para los latidos de su corazón y su vitalidad. Sí, indudablemente, esta última cualidad es la que distingue su trayectoria, hasta el último momento, tanto la existencial como la literaria. Su increíble vitalidad.

El poder de narrar, de evocar imágenes y de transmitirlas a sus lectores le permitió sobrevivir y superar una realidad casi siempre adversa, desde su infancia, su casi orfandad, su inicial traslado de su pueblo natal, Perronales, a Holguín (¡horrendo!, piensa uno siguiendo al también autor de una gran novela, “El mundo alucinante”, título que bien podría servir para su autobiografía), sus incursiones como guerrillero antibatistiano, pasando por su deslumbramiento habanero, su subida eufórica al carro de la Revolución cubana, hasta llegar a su total desencanto y descubrimiento de la gran mentira, para culminar en sus desolados y grises días estadounidenses, tanto en Miami como en Nueva York, donde, abatido por el sida, se suicida el 7 de diciembre.

Pero intentar trazar las coordenadas de su periplo vital va en detrimento de su arte, de las penurias –cual fray Servando redivivo–, de los padecimientos, la persecución, la grandeza de sus sueños, la inmortalidad de sus momentos felices –que no fueron pocos–, la entereza de su pensamiento, su calidad narrativa. En este libro de Arenas no destacan las innovaciones formales o lingüísticas, más bien se da la afortunada conjunción de un hombre que vivió intensa y apasionadamente infinidad de sucesos buenos y malos y la capacidad de narrar, de contar, de decir su verdad.

Ah, porque, vaya, Raulucho, paradójica e irónicamente, Arenas es un producto acabado y casi arquetípico del régimen cubano, más allá de sus preferencias sexuales –“pájaro”, como apunta que llaman en la isla a los homosexuales–, más allá de su disidencia y oposición al Gobierno de los hermanos Castro, es un gran escritor cuya obra no sería lo que es si no le hubiera tocado vivir en ese periodo histórico, pero apuesto a que su voz, su poderosa e insilenciable voz de artista, sin duda igual hubiera resonado en la literatura contemporánea mundial, como cuando era un chamaco e iba narrando a gritos sus historias carnavalescas.

Además, hay que añadir que Arenas condena rotundamente al Gobierno que oprime al pueblo cubano –o a una parte significativa de éste–, pero también, al final de sus días, se muestra desencantado, como tantos otros exiliados, del sistema capitalista, sin abogar por uno o el otro, simplemente expresa su anhelo de vivir libre, de hacer lo que a uno le gusta sin perjuicio de las libertades de los demás, como si estuviera en el campo, como si le cantara a la noche el placer enorme e inefable de estar vivo. En este sentido, “Antes que anochezca” es, definitivamente, un canto a la vida desgarrador, sublime y también hermoso.

Así, pues, ¡qué cojones, Raúl, para haber vivido su vida y más aún para transmutarla en literatura, en gran literatura, como algunos de los poemas que alguna vez leíste en tu casa de la Del Valle! En fin, poeta, que leyendo a Reinaldo Arenas, a quien invocabas casi con devoción, comprendo mejor tu dolor por tu pueblo y tu triste sino trashumante, y como siempre, a pesar de nuestras diferencias, te deseo suerte, hermano, dondequiera que la Luna te sorprenda pergeñando versos alucinantes, iracundos, anticomplacientes y amorosos, o novelas que no has publicado porque no tuviste o no has encontrado a tu Jorge ni a tu Margarita.

P.S. Sólo como dato curioso: en 2000 apareció la versión fílmica homónima (Before Night Falls, en inglés), dirigida por Julian Schnabel y Javier Bardem como Reinaldo Arenas.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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