Eduardo Rocha, un músico mexicano en Estados Unidos

Con este disco, Rocha cierra un
ciclo en su carrera artística
Foto: Gregorio Martínez M./Azteca 21
A Martín Acosta Garnica, mi hermano de toda la vida, en Los Ángeles

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

Ciudad de México. 4 de marzo de 2009. No sé qué tanto suceda en otras naciones, pero el amor a la tierra que nos vio nacer es un rasgo que distingue a los mexicanos, incluso a los que, como yo, nacimos en el Distrito Federal –tan lejos y diferente de Guanajuato y de Sonora, mis tierras de sangre y adopción, respectivamente–, megalópolis que nos atrae y rechaza, tan agobiada por el exceso de población e iluminada por la alta cultura que concita, tan repleta de fealdad y de beldades, tan lastimada por la delincuencia y consagrada desde los tiempos de los aztecas como el ombligo de la Luna, urbe tan decadente y moderna, señorial y majestuosa, mi ciudad…

Lo cierto es que los mexicanos experimentamos un profundo amor a nuestras raíces físicas, sanguíneas, culturales… Lo anterior queda corroborado, particularmente, en las creaciones de nuestros artistas, como sor Juana, Juan Ruiz de Alarcón, Carlos de Sigüenza y Góngora, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Manuel José Othón, Ramón López Velarde, Silvestre Revueltas, Juan Rulfo, Frida Kahlo (de ascendencia alemana), Agustín Yáñez, Diego Rivera, Carlos Chávez, Dámaso Murúa, Salvador “Chava” Flores, Lila Downs… por mencionar sólo a unos cuantos, conspicuos y representativos. Pero la lista podría parecer casi interminable.

Esto viene a cuento porque recién acabo de recibir unos enlaces a unos videos de Eduardo Rocha, músico mexicano avecindado –como tantos otros– en Estados Unidos, oriundo también de la capirucha y con quien tengo una deuda de honor pendiente, misma que estoy comenzando a saldar con estas líneas. Algunos mexicanos aún tenemos palabra, ¿que no, Eduardo? Además, es un apasionado y atento conocedor de la cultura nacional. Esto sin ser un nacionalista trasnochado ni exaltado, aclaro.

Sucede que lo conocí a finales de diciembre de 2006, en Colatlán, pueblo amigable de la huasteca veracruzana, de manera casual, como muchos de los encuentros que valen la pena en la vida. O encuentro predestinado, para los que no creen en la casualidad; encuentro afortunado, a fin de cuentas.

Eduardo Rocha en el patio de la
casa del profesor Moisés Hernández
Barrales, refugio de huapangueros
Foto: Gregorio Martínez M./Azteca 21

En esas fechas se llevaba a cabo el “V Encuentro de Huapango” en esa población del municipio de Ixhuatlán de Madero, que organizan anualmente los hermanos Hernández Barrales con el apoyo de los colatecos. Por ahí andaba el buen Eduardo, solo, extraño, casi fuereño en su propio país. Yo lo vi, incluso parecía gringo, pues es güero y de ojos claros; uno más, de aquellos que vienen a México fascinados por su ancestral y mágica cultura (que muchos connacionales ya no son capaces de apreciar, de valorar, de defender, de difundir).

Digo que nos vimos durante ese encuentro huasteco, pero no nos hablamos. Yo (como los miles más de asistentes) vine a saber su nombre, nacionalidad y oficio hasta la última noche de esa fiesta huasteca, cuando los organizadores anunciaron que “está con nosotros el músico mexicano Eduardo Rocha, quien nos visita desde Estados Unidos”. En ese momento, el mentado levantó la mano y ya supe quién era. Hasta ahí.

Al otro día, concluido el encuentro huasteco, la plaza de Colatlán lucía vacía bajo un sol inclemente. A un costado, guareciéndose del calor, estaba sentado en una banca Eduardo. Me acerqué, le hice plática y hablamos durante unos minutos. Muchas coincidencias o afinidades. Dos hombres chilangos, solos en medio de una plaza huasteca, hermanados por su gusto por la música tradicional mexicana. Lo llevé a la casa del profesor Moisés Hernández Barrales, una especie de patriarca de esa fiesta, donde Eduardo tenía que ir a conocer a músicos, a vivir “desde adentro” la fiesta. Inolvidable, por ejemplo, don Laco Alvarado, o Serafín Fuentes Marín, un personaje extraordinario.

Estuvimos unas horas ahí y después, por sugerencia de él, ya estábamos ascendiendo el cerro que domina a Colatlán, con el sol en todo lo alto, desde cuya cima tomamos algunas fotos. Después emprendimos, también idea de Rocha, el viaje a Huejutla de Reyes, Hidalgo, con miras a regresar al Distrito Federal. Abordamos un camión local a Chicontepec, que se tronó a los pocos kilómetros. Ahí estábamos, en plena sierra, aguardando a que pasara otro autobús o a que alguien nos diera raid.

Creo que finalmente alguien nos dio un aventón hasta el entronque Chicontepec-Huejutla –donde le tomé varias fotos a Eduardo con su cámara digital–; aquí tomamos una de esas camionetas, que transportan a la gente en sus redilas, a Huejutla. Qué verdura, qué paisajes, qué belleza natural.

Llegamos a Huejutla por la tarde. Aprovechamos para comprar discos y luego buscamos dónde hospedarnos. Al otro día era domingo, día de tianguis. La magia y el colorido mexicano nos envolvieron en medio de un calor agobiante y un aire fresco repentino. Fuimos a la plaza a desayunar zacahuil y café de olla. Entramos al ex convento agustino, leímos la placa del monumento a Nicandro Castillo.

Esa misma tarde, creo, salimos rumbo al De Efe. Platicamos un montón de cosas, entre ellas que preparaba un manual o libro sobre cómo tocar los sones huastecos; en fin, quizás un día recupere esas charlas. Eduardo me entregó cinco discos suyos para que los repartiera entre músicos o promotores. Nos despedimos en el metro Hidalgo, me parece, pues él iba a la casa de sus padres, en el norte de la ciudad. Los discos los repartí entre músicos jarochos y arpistas de Michoacán, y dejé uno en la oficina del Ollin Kan, en Tlalpan. Me quedé con uno, el más maltratado por el viaje, que escucho de vez en cuando.

En noviembre de 2008, Eduardo me escribió, le respondí. Luego me llamó cuando ya estaba en la ciudad de México, hablamos unos minutos y ya no supe si salió de aventura hacia la Tierra Caliente michoacana, como le sugerí, o se fue adonde se le dio su gana, que es como procede, hombre libre y amante de la libertad como es.

Decía más arriba que me escribió hace poco para comunicarme que ya subió unos videos suyos a YouTube; qué bueno, mi Lalo, gracias por compartirlos. Ah, pero antes quiero hablar de su disco –al parecer llevaba tres con éste–, se llama “Eduardo Rocha. Mirando siempre al mar” (fue grabado en Paranoise Studios, en Hartford, Connecticut, EE. UU., en 2005). Acompañan a nuestro paisano, Hank Zorn en la trompeta, Chris Payne, Al Karas y Karina Hernández en el violín en diferentes temas.

Es un disco íntimo, personalísimo, sin una gran producción, pero auténtico y disfrutable, tanto en lo musical como en lo concerniente a la letrística. Respecto a esta última, Eduardo se revela como un compositor interesante, fresco, original, sencillo. El disco lo integran 15 temas, empezando por el que le da título (y que es uno de los tres que están en Internet), “¿Por qué cantamos?”, “Bienvenidos”, “Alegrando las calles”, “Hombre de la ciudad”, “Mi padre es un gran guerrero”, “Alegrías de mi arpa”, “Mi espejo y yo”, “Esta noche quiero gozar”, “Recuerdos de mi infancia”, “Por el gusto de volvernos a ver”, “Milonga para arpa y violín”, “Noche de carnaval”, “Despedida” y “Camino por los caminos” (otro en YouTube).

Algunos de ellos son instrumentales y nos permiten evocar situaciones o incluso paisajes, de acuerdo con nuestra sensibilidad y experiencia; sin embargo, en muchos temas podemos percibir lo que decía al inicio, que la nostalgia, la melancolía y el amor a sus raíces son los ingredientes de que echan mano nuestros artistas para crear su obra musical, y tal es el caso de Eduardo. Y con este disco da la impresión de cerrar un proceso o etapa creativo, una especie de ajuste de cuentas con su pasado, como lo podrán apreciar en los temas que colgó en la red y de los que a continuación transcribo los enlaces: “Canción para mi tierra” (http://www.youtube.com/watch?v=3bP_yFy4ROA), “Mirando siempre al mar” (http://www.youtube.com/watch?v=hCHi2PNvDoc) y “Camino por los caminos” (http://www.youtube.com/watch?v=AZe-Y7BC788).

Así, ha sido un placer recordar a mi amigo Eduardo Rocha, contar un poco de su trayectoria vital, de nuestro viaje juntos por una parte de la Huasteca. Estoy confiado de que allá, en el otro lado, esbozará una sonrisa al ver que, como se lo prometí, tarde pero seguro, un día hablaría de nuestro encuentro y de su música. Lo mejor es que él, como muchos hermanos mexicanos, lejos de su patria sigue siendo “un hijo del sol”. Un abrazo para ellos; que disfruten la música de este paisano que en Estados Unidos vive de ésta, pues tiene un mariachi, con el que difunde nuestro folclor y con el que siempre está conectado mentalmente con lo nuestro. Hasta la vista, hermanos.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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