Bellas Artes alberga históricos murales de Rivera, Orozco, Siqueiros, Tamayo y González Camarena

En 'La nueva democracia', (1945),
Siqueiros plasmó una espléndida
 mujer representativa de la libertad
 y democracia, que surge
como un volcán entre volcanes
 Foto: Cortesía CONACULTA

Ciudad de México.- 12 de Febrero del 2009.- (CONACULTA) Desde su apertura en 1934, el Palacio de Bellas Artes tuvo entre sus cometidos albergar la pintura mural, por lo que ese mismo año dos de los máximos representantes del muralismo mexicano realizaron sendas obras para la posteridad: Rivera y Orozco; después los secundaron Siqueiros, Tamayo y González Camarena.
 
 
Los murales Catarsis, de José Clemente Orozco, y El hombre controlador del universo, de Diego Rivera, cumplirán en septiembre próximo –al igual que el Palacio de Bellas Artes– 75 años de existencia. Es decir, tres cuartos de siglo de haber sido creados por artistas que encumbraron el nombre de México en el mundo.
 
 
Localizados en la primera sección del Palacio (primero y tercer pisos), aparte de representar a los cinco grandes muralistas mexicanos, constituyen un admirable compendio de las cualidades y condiciones del muralismo, tan célebre en todo el orbe.
 
 
En casi todo el siglo XX y aun en nuestros días, la obra de los cinco grandes del muralismo mexicano es motivo de estudios, investigaciones y materia prima para los críticos de arte. Así que visitar el Palacio de Bellas Artes con ese propósito, resulta una experiencia no sólo grata, sino enriquecedora.
 
 
José Clemente Orozco (1883-1949)
 
Su obra Catarsis es un mural impresionante, compendio de humanismo, visión profética, advertencia clara ante situaciones violentas, absurdas, aniquilantes, que quieren imponer ciegamente falsos líderes. Orozco pinta en él toda la monstruosidad imperante en el hombre.
 
 
Sólo queda como recurso el fuego purificador; el fuego es la constante imagen de Orozco en su pintura, como lo fue para León Felipe en la poesía con el mismo fin de redención. Firmado este mural al fresco en 1934, resulta 75 años después, dramática y trágicamente una realidad tangible.
 
 
Ahí está plasmado el hombre-máquina sin cerebro, sin vista, ni olfato, ni palabra, asesinando al propio ser humano que lo creó. En el centro del mural parece descender precisamente del fuego, un hombre desnudo, vigoroso, quien se abalanza sobre otro decadente, para aniquilarlo.
 
 
Lo único victorioso del conmovedor conjunto es el fuego y el nuevo hombre que de ahí descendió.
 
 
Diego Rivera (1886-1957)
 
Aunque en los muros del Palacio de Bellas Artes existen dos obras de Diego Rivera, diversos autores tan sólo consideran rigurosamente una obra del muralista: El hombre controlador del universo, 1934.
 
 
Espléndido por su carácter cientificista, la obra comprende de forma humanista la superioridad de la inteligencia y la razón por encima de cualquier circunstancia, pero al mismo tiempo con una tendencia política evidente que enfrenta corrientes del pensamiento.
 
 
Entre los elementos del mural, destaca la efigie de un hombre rubio, quien parece controlar toda situación en cuanto a las ciencias y las técnicas, incluso las fuerzas naturales del universo.
 
 
También están plasmados Rockefeller, como representante del capitalismo; Lenin que recibe el saludo caluroso de personajes de varias razas; Marx, Engels, Trotsky y Darwin, por ejemplo, junto a varios integrantes del reino animal como peces, monos, aves, etcétera.
 
 
La otra obra de Rivera es Carnaval de Huejotzingo, hecha originalmente para decorar el Hotel Reforma de la ciudad de México, hacia 1936, después instalada en Bellas Artes y si no se trata de pintura mural, bien lo parece por su magnitud y la concordancia de las secciones que la integran.
 
 
No faltan los arquetipos del folclor mexicano: danzantes, trajes, sugerencias de lo urbano y lo campestre. Pero también el sentido crítico rigorista, con personajes como el poder militarista, el clerical, el capital, los jerarcas y caciques.
 
 
David Alfaro Siqueiros (1896-1974)
 
En el mural titulado La nueva democracia, firmado en 1945, Siqueiros plasmó su grandeza pictórica. Ahí está esa espléndida mujer representativa de la libertad y democracia, que surge como un volcán entre volcanes.
 
 
Por el gesto de su rostro, el que todavía lleva la señal de un esfuerzo tremendo, y los brazos extendidos, de los cuales penden aún cadenas y grilletes destruidos y que no doblegan las manos que portan una, la antorcha simbólica y, la otra, una llave.
 
 
El mural está completado por dos paneles laterales: a la izquierda el titulado Víctimas de la guerra; a la derecha el otro es conocido como Víctimas del fascismo. El otro mural, Monumento a Cuauhtémoc, puede clasificarse entre aquellos que han hecho real una historiografía pictórica a través de los más notables maestros.
 
 
Está dividido en dos partes: la primera es El Tormento; la segunda fue intitulada Cuauhtémoc redivivo. Las expresiones de los nobles nahuas: el emperador con el rostro afligido pero digno, junto al rey de Tlacopan, suplicante, en un gesto sobrecogedor, inundan el mural por el sufrimiento humano.
 
 
En el segundo, se ve al último emperador mexica airoso; porta una armadura como la de Hernán Cortés, pero lleva en la diestra una macana de guerrero azteca y su actitud evoca a los gladiadores prehispánicos. Esas dos pinturas fueron realizadas entre 1950 y 1951, a base de piroxilina sobre tela.
 
 
Rufino Tamayo (1899-1991)
 
Los dos murales elaborados por Tamayo se encuentran en el primer piso del Palacio, frontales uno del otro, en los extremos de las escaleras monumentales que conducen al Salón Nacional y a la Sala Manuel M. Ponce.
 
 
El de la derecha, al oriente del edificio, se llama Nacimiento de nuestra nacionalidad; el de la izquierda, al poniente, El México de hoy. Sin duda dos de las obras más representativas no sólo de Tamayo, sino del muralismo mexicano.
 
 
Ambas resumen la doctrina pictórica del artista en un contexto de historia y anhelos, de esfuerzos y realidades estéticas, los elementos que condujeron a un fenómeno artístico reconocido mundialmente.
 
 
En el Nacimiento de nuestra nacionalidad (1952), Tamayo ofrece su interpretación acerca de un hecho histórico innegable: el drama de la conquista y el consecuente mestizaje.
 
 
En cuanto a El México de hoy (1953), la misma expresión del color atrae la atención desde lejos, porque sugiere un pabellón nacional como si envolviera todo un compendio de elementos significativos de la modernidad deseable, para una sociedad dispuesta al desarrollo.
 
 
Jorge González Camarena (1908-1980)
 
El artista jalisciense firmó en 1963 su mural La humanidad se libera de la miseria, y está trabajado a base de acrílicos con tonos morados, naranjas, verdes, azules y grises, con los cuales consigue una luminosidad intensa en el núcleo de la obra.
 
 
Al mismo tiempo, su objetivo: un modo de dar oficio al colorido en consonancia con las formas, y ese efecto se produce justamente cuando se pasa la vista hacia el extremo izquierdo del mural, en donde no hay sino lobreguez, humillación y barbarie simbolizados por las imágenes de un hombre atado con burdos cordeles y una pétrea mujer de espaldas.
 
 
Contrasta con la figura señera de la obra, un hombre que había permanecido crucificado en rústicos maderos, de los cuales se yergue poderoso ante un nuevo horizonte, representado quizá en la imagen de una mujer plena de luz.
 
 
La contribución de González Camarena al muralismo mexicano y precisamente su presencia dentro del Palacio de Bellas Artes, sigue auxiliando la tarea del reencuentro de México en lo relativo con su propia naturaleza, la de sus recursos humanos en la acción pasada y presente.

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