Aztecas, mayas, mixtecos, hñañús, téenek y otros pueblos, celebraban el “Fuego Nuevo” cada 52 años

El mundo estaba en peligro de
 dejar de existir cada ciclo de
 52 años, por ello era vital encender
 el fuego en la cumbre
 del 'Cerro de la Estrella'
 Foto: Cortesía fuegonuevoballet.com

Ciudad de México.- 29 de Diciembre del 2008.- (CONACULTA) En tiempos prehispánicos el inicio de cada año discrepaba en los pueblos de Mesoamérica, pues en unos lugares comenzaba a finales de enero, en otros a principios o finales de febrero y en unos más al inicio de marzo.
 
 
En Tenochtitlán la fecha regular o aproximada era el 26 febrero, según estableció Bernardino de Sahagún tras reunir a mediados del siglo XVI a viejos aztecas y discípulos aventajados del Colegio de Santiago Tlatelolco.
 
 
Esta misma indefinición, derivada del ajuste entre los calendarios mesoamericano y europeo, prevalece hoy al intentar conocer la forma como los pueblos prehispánicos emprendían cada año nuevo solar.
 
 
Todo parece indicar que la mayoría de los pueblos prehispánicos de México –aztecas, mayas, zapotecos, mixtecos, totonakos, purépechas, hñañús, téenek, rarámuris, etcétera– sólo celebraban el Fuego Nuevo cada 52 años.
 
 
Herón Pérez, investigador del Centro de Estudios de las Tradiciones del Colegio de Michoacán (CM), afirma que no existen referencias contundentes para asegurar que los pueblos prehispánicos celebraban el advenimiento de cada año.
 
 
Sin embargo, la investigadora Yolotl González Torres, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), sugirió el año pasado algunas prácticas rituales que pudieron haberse ejecutado anualmente en el Valle de Anáhuac.
 
 
Uno de esos ritos consistía en “estirar a los niños de pies y brazos” para que de adultos fueran “grandes y fuertes”. También se les perforaban las orejas y se les daba de beber pulque en jícaras pequeñas.
 
 
Al parecer, las naciones nahuas del Valle de México –mexicas, xochimilcas, tepanecas, alcohuas o texcocanos, tlahuicas, chalcas– recibían el Año Nuevo con ritos que pertenecían a la ceremonia del Fuego Nuevo.
 
 
Entre ellos figuraban el consumo de platillos festivos, cacerías rituales por cuenta de jóvenes, el barrido simbólico de basura fuera de casa y el desecho de ropa y utensilios domésticos que eran tirados a lagunas y lagos.
 
 
A diferencia de la imprecisión histórica sobre los festejos del Año Nuevo mesoamericano, existen abundantes referencias históricas de cómo se realizaba el ritual del Fuego Nuevo.
 
 
En su Historia general de las cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún aporta detalles relevadores sobre esta conmemoración prehispánica que significaba el fin de un ciclo de 52 años y el inicio de otro similar.
 
 
El siglo prehispánico resultaba del cómputo de cuatro periodos de 13 años de 18 meses de 20 días, según el calendario mesoamericano. Éste había sido creado por los olmecas, perfeccionado por los mayas y compartido por la mayoría de los pueblos del México antiguo.
 
 
Más que una fiesta de advenimiento, el Toxiuh molpilia (atadura de años) era un trance cosmogónico en el que estaba de por medio la supervivencia del universo, porque podía ocurrir que el Fuego Nuevo (el Sol) no prendiera y se acabara el mundo.
 
 
Sahagún describe a los pueblos nahuas del Valle de México temerosos de padecer hambre, frío y de verse envueltos en una noche eterna. Días antes de la celebración del Toxiuh Molpilia, guardaban maíz, frijol y aguamiel de pulque.
 
 
La “nueva lumbre” se encendía el primer día del primer mes mexica (acahualco), correspondiente al 26 de febrero del calendario gregoriano, en el ayaucalli (templo) del monte Uixachtécal, Iztapalapa, conocido actualmente como Cerro de la Estrella. 
 
 
El ritual se efectuaba en la noche y en la tarde se organizaba una procesión solemne de México-Tenochtitlán a Iztapalapa, integrada con sacerdotes y dignatarios mexicas, tlatelolcas y tepanecas, así como de todos los pueblos del Valle de México.
 
 
En cada una de las naciones nahuas los vecinos barrían sus casas, apagaban sus lumbres domiciliarias y arrojaban a lagunas y acequias su ropa vieja, sus penates (estatuillas de dioses domésticos) y sus utensilios caseros.
 
 
Luego trepaban a las azoteas para observar a distancia el encendido del Fuego Nuevo en la punta del Cerro de los Huizaches o Uixachtécatl. Además de temor al fin del mundo, tenían miedo a plagas, pestes y a los tzitzimeme, grandes monstruos caníbales.
 
 
Para evitar a éstos, se enmascaraban con pencas de magueyes, se encerraban en trojes y mantenían en vigilia a sus hijos porque de dormirse podían convertirse en ratones en caso de que la luz del Sol no volviera a la Tierra.
 
 
En el pináculo del monte Uixchtécatl, en tanto, el sacerdote de Copolco encabezaba una espectacular ceremonia que incluía el sacrificio de un guerrero extranjero de alta jerarquía y el encendido de una gran hoguera visible a 70 kilómetros.
 
 
El ministro religioso nahua probaba el Fuego Nuevo en las entrañas abiertas de éste y si la lumbre resistía la prueba de humedad en la sangre del sacrificado, el Toxiuh Molpilia había resultado un éxito.
 
 
Una vez renovada la “lumbre”, el Fuego Nuevo se repartía a todos los representantes de los pueblos del Anáhuac, quienes los enviaban a sus respectivos centros rituales de la mano de corredores provistos con antorchas de ocote.
 
 
En cada nación, cada aldea y cada hogar nahua volvía el aliento y la gente renovaba vestidos, alhajas, trastos de cocina, penates y petates; hacía autosacrificios rituales pinchándose orejas, narices y lenguas, y sacrificaban codornices.
 
Por el resto de la noche bebían agua y comían castañas con miel, y hacia el mediodía del 27 de febrero empezaba la fiesta en grande con el sacrificio de cautivos y esclavos, banquetes y danzas.
 
 
La última ceremonia del Fuego Nuevo en tiempos prehispánicos se realizó en febrero de 1507 cuando gobernaba en México-Tenochtitlán el tlatoani Moctezuma Yocoyotzin, el antepenúltimo emperador azteca. La próxima “atadura de años” en el monte Uixchtécatl se realizará el 2027.
 
 
Existe la presunción de que el rito del Fuego Nuevo era compartido por la mayoría de los pueblos del México prehispánico, especialmente los pertenecientes al área mesoamericana, comprendida entre Tampico y Mazatlán, en el norte, y Costa Rica, en el sur. (ATR)  

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