“Doce relatos escuinapenses”, el primer libro del narrador sinaloense Dámaso Murúa

Portada de hace 44 años,
obra de felipe Dávalos y
que da pauta a pensar
que él mismo dio forma,
fisonomía, por vez
primera a 'El Güilo'
Foto: Cortesía
Dámaso Murúa Beltrán

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

Ciudad de México. 26 de septiembre de 2008. Con una portada atractiva –que, quizás sin proponérselo, anuncia o anticipa la importancia que tendrá “El Güilo Mentiras” en la obra posterior y total de su creador literario–, obra de Felipe Dávalos, en 1964 apareció la primera edición de “Doce relatos escuinapenses” (Publicaciones Mexicanas, México, D.F., 1964), de Dámaso Murúa Beltrán, cuya importancia, a mi modo de ver, ha aumentado con el paso de los años, ya que contiene una “Advertencia” del autor y una especie de presentación en las solapas a cargo de Antonio Rodríguez, las cuales tal vez representen claramente los extremos en los que se ha movido la obra narrativa de Murúa.

Respecto de la portada, al parecer Dávalos es ahora uno de los mejores ilustradores del mundo, según Saúl Escobedo (saulescobedo.blogspot.com/2007/05/retablo-exvoto-sal-escobedo-2007.html). Por la edad y la apariencia física del pintor en un video de Youtube, podría ser el mismo Felipe Dávalos que dio forma, fisonomía, por vez primera a “El Güilo”. Ya entré en contacto con Saúl, para confirmar el dato. Si es correcto, la ilustración que hizo para “Doce relatos escuinapenses” sería sin duda uno de sus primeros trabajos –es decir, de hace 44 años–.

En cuanto a la “Advertencia” y al texto de Antonio Rodríguez, la primera podría atestiguar que Dámaso Murúa es un escritor que nunca pretendió ser un gran escritor, poseedor de grandes recursos literarios o de artificios porque, de acuerdo con sus palabras, “Creo que nunca podré escribir así”. Y este augurio o conocimiento profundo de su talento o simple terquedad sinaloense se ha cumplido hasta la fecha, pues Dámaso no ha escrito todavía un relato, cuento, crónica o texto misceláneo perfecto que descuelle por estas características, es decir, que sea estrictamente literario desde el punto de vista estético (recursos narrativos, estructura formal, manejo del tiempo, léxico rebuscado o literario, personajes sumamente trabajados o perfilados…). Esto, sin embargo, no le ha impedido escribir relatos y textos inolvidables, algunos magistrales, casi todos entrañables, sencillos, asequibles, hechos con la saliva y el polvo de Escuinapa y sus alrededores. Asimismo, advierte que son relatos “que no llegan a cuentos”, y más adelante introduce una nota, quizás innecesaria, “del cuentista”.

En lo concerniente a la presentación de Antonio Rodríguez (¿el afamado pintor y crítico de arte español que vivió muchos años en México, exiliado a partir de 1939?), podemos estar de acuerdo con él respecto de que, luego de leer a Dámaso, éste tiene talento para ser un gran escritor, y lo dice precisamente por dos relatos en los que se asoma el oficio del escritor novel –incluso uno de ellos, “Andrés Hidalgo”, lo separa del resto mediante una etiqueta exclusiva: “Ficción”–, por lo que resulta sorprendente e inevitable concluir que Murúa nunca tuvo recursos literarios suficientes o simplemente no quiso ser el gran escritor –vamos, en este sentido pienso en Élmer Mendoza, sin duda el mejor narrador sinaloense de la actualidad, conocedor y aplicador de teorías del texto en su narrativa y en cuya obra se pueden rastrear elementos que también aparecen en la de Dámaso Murúa: Sinaloa como escenario de sus cuentos y novelas –aunque Élmer ha tomado a Culiacán como su principal escenario–, giros lingüísticos, la comida y bebida, un pistolero ejemplar (sicario actual), la música, la belleza de las mujeres, la forma de ser, de pensar y los sobrenombres de los personajes…–. Dos estilos, dos épocas, dos generaciones diferentes; un mismo espíritu sinaloense.

Además del relato citado, los otros once son “Aquí despacha Takichi”, “Saludo local”, “El comecuandohay”, “Mi inolvidable Chato Tracateras”, “La vida es un pozo”, “El Güilo Mentiras”, “El robo del siglo”, “El estatuero y el pistolero”, “Soterillo fue al cine”, “Un kilo de oro”, “La verdad no paga pero sí pega”, “Surrapas Wright” y “Andrés Hidalgo (ficción)”. El primero sobre dos dentistas y su rivalidad; el segundo, una simple viñeta, un guiño, una anécdota sobre el tópico que lo titula; el tercero, una historia sobre un perro y su dueño, tan unidos; el cuarto, una evocación de un bebedor y versador legendario; el quinto, la disertación de una mujer trastornada sobre el sentido de la vida; el sexto versa sobre Florencio Villa, el personaje que aparece en la portada y que será la creación más entrañable y duradera de Murúa –aparte, habría que investigar más sobre este aspecto y sus implicaciones, pues Dámaso me dijo alguna vez que, en efecto, Florencio existió y le contaba anécdotas y sucedidos; pero esto ya es otro asunto–.

El séptimo relato trata sobre el robo misterioso de un cerdo y el silencio del ladrón, que nunca confesó su modus operandi; el octavo, la única vez que el nombrado fue al cine y lo destrozó por perder el hilo que separa la realidad de la ficción; el noveno, la recreación de una leyenda popular sobre el diablo y la obtención de riqueza mediante la conversión de la mierda en metal dorado o al revés –aquí cabe añadir que el autor incluye al final del relato un ¡glosario!, extraña decisión, pues, bien mirado, todo el libro (aun la obra entera) exigiría un léxico para aclarar el sentido de muchas palabras o frases de uso local–, el décimo es “un monólogo”, según se advierte bajo el título del relato, algo rulfiano, pues trata sobre un muerto que divaga acerca de asuntos varios y al que está jodiendo una iguana; el undécimo versa sobre un par de cretinos que intentan replicar el deseo de Dédalo y les pasa lo que a Ícaro, y el duodécimo, “Andrés Hidalgo”, que lleva la aclaración al inicio de “Ficción”, es un cuento acerca de un indio –quizás ambientado pensando en Nayarit, muy próximo al sur de Sinaloa que Dámaso recrea frecuentemente en sus historias– que, cansado de las injusticias y motivado por el recuerdo del cura de Dolores, mata a su patrón español.

Cabe mencionar que en todos se aprecian y disfrutan los elementos autóctonos: la vida en los pueblos pequeños de pescadores, el lenguaje vivo, decidor, el habla popular, rica en matices y significados, la variada gastronomía, las bebidas, los personajes graciosos, los parranderos, los mujeriegos, los valientes… Asimismo, los dos relatos que Antonio Rodríguez considera los mejores del volumen son “La verdad no paga pero sí pega” y “Andrés Hidalgo”. No estaba errado, porque él atendía a lo literario, más que a lo anecdótico o pintoresco de la mayoría de los doce relatos. Pero su texto es alentador respecto del escritor en ciernes; eso sí, de algún modo también disminuye el valor de lo que después Dámaso convertirá en su materia prima literaria: los personajes y el habla sinaloenses de la época. Además, algunos textos volverán a aparecer posteriormente –algunos reelaborados, trabajados– en otras ediciones de “El Güilo Mentiras” mientras que otros no volverán a aparecer en ninguna compilación o antología, y que yo sepa no hubo reedición de este libro inaugural –de ahí lo lamentable, para los lectores, de que Dámaso haya rechazado el año anterior el Premio Sinaloa de las Artes y la edición de toda su obra que le ofreció el ya desaparecido Difocur–.

En suma, “Doce relatos escuinapenses” es un libro fundamental para comprender la obra total de Dámaso Murúa, incluso, me atrevo a considerar, brinda material suficiente para un estudio más profundo del autor y de su desarrollo. Ahora bien, una interrogante queda planteada: ¿por qué no quiso ser un gran escritor si pudo serlo? Aún no sé si se pueda intentar ofrecer una respuesta certera, pero aquí seguiremos comentando su obra abundante; al concluir, quizá la obtengamos.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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