Las batallas de la imaginación en “La última partida”, de Gerardo Piña

Piña es un autor sin concesiones
y del que cabría esperar una
segunda novela más depurada,
pero no menos intensa
ni anticomplaciente
Foto: Cortesía 'Tusquets Editores'

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

Ciudad de México. 4 de septiembre de 2008. Apelar a la participación activa del lector puede ser una de las premisas en las que se basó o fue uno de los objetivos que se planteó Gerardo Piña para escribir “La última partida” (Tusquets Editores, México, 2008), su primera novela, en la que apuesta decididamente por un ejercicio reflexivo de la imaginación para crear un universo desolado –que me recordó la atmósfera de “Stalker”, la película de Andrei Tarkovski–, poblado por seres fantasmales que no terminan de ser dueños de sus vidas, como si el destino de éstas dependiera de otras entidades, de otros factores, de otras circunstancias, de otros seres, pero nunca de ellos mismos.

Con una estructura lineal integrada por once capítulos numerados, al inicio, el autor ubica al personaje principal –anónimo al comienzo, nombrado más adelante como Joseph Banner– en un realismo que parece prefigurar una novela de aventuras un tanto cuanto caballerescas o existencialistas. Sin embargo, conforme transcurren los acontecimientos –que no la trama– vamos penetrando en un mundo hostil y despersonalizado, onírico y con elementos fantásticos –un mapa, un castillo, una mujer o “la dama”, la búsqueda de “algo”…– que son completamente desconcertantes y nada gratuitos, aunque sí desconectados entre sí.

Aparentemente, el hombre del inicio va en busca de Joseph Banner, de quien recibió unas cartas, a un país –Rhada– o lugar determinado por un mapa y que implica salvar ciertos obstáculos, como sitios desolados, buques abandonados, ataques a su persona… Con el paso de las páginas, le van sucediendo una serie de sucesos que se sumarán para causarle un avatar, una transformación del personaje en aquello que buscaba: el hombre anónimo adquiere un nombre, Joseph Banner, y, al mismo tiempo, una conciencia nebulosa de lo que ocurre alrededor de él: una alegoría del mundo en que nos tocó vivir y de las personas con las que, inevitablemente, tenemos que compartir nuestro espacio y tiempo vitales. Al fin de cuentas, fuera de la imaginación, nuestro único asidero existencial es la realidad.

Por supuesto, en el trayecto conoce a otros personajes –Malthus, Sarah, Hedda…– que lo ayudarán en su ¿mutación, transformación? mediante la narración de sus vidas o la observación de sus actos cotidianos, que lo catapultarán a la anagnórisis, a la revelación de una verdad: estamos destruyendo el mundo, estamos acabando con los animales y con los recursos naturales, nos estamos exterminando y sólo el arte –la música, por ejemplo, o la literatura– puede otorgarnos un rayo de esperanza: el amor.

Así, con una estructura falsa o engañosa –el orden de los números no implica ilación o continuidad entre uno y otro capítulo–, con unos personajes que no parten de ninguna certeza –de ahí la importancia o insignificancia de Malthus, el paradójico jugador de ajedrez– y con un relato en el que pareciera no importar el realismo –o el verismo– ni la fantástica sucesión de hechos, Gerardo Piña ha escrito una primera novela que todo el tiempo mantiene cautivo al lector atento, no tanto por su historia, sino por su inveterada tendencia de mantenerlo en un estado de extrañamiento permanente y esta característica, en estos tiempos de suma complacencia con el lector desde el punto de vista formal, es algo que se le agradece, pues lo fuerza a ejercitar todo el tiempo la imaginación y a tratar de suturar la imposible realidad de los hechos narrados. Sin duda, un autor sin concesiones y del que cabría esperar una segunda novela más depurada, pero no menos intensa ni anticomplaciente.

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

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