“Rhythm & Pango”, de Armando Rosas, un lúdico ejercicio musical

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Estamos ante un material
sonoro producto de fusionar,
experimentar, buscar,
proponer… una mezcla
de rhythm and blues
y el huapango
Foto: Cortesía
Ediciones Pentagrama
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Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21
Ciudad de México. 17 de abril de 2008. Cuando termina uno de escuchar las canciones que integran “Rhythm & Pango” (Ediciones Pentagrama, México, 2007), de Armando Rosas, se queda con el tum-tum o el ritmo de varias, incluso las tararea, y piensa “qué buenas rolas”. Y esto es verdad respecto de las nueve que lo integran. Más aún: qué buen disco es éste, dice uno, pues se advierte que el compositor goza, disfruta con lo que hace. Y lo transmite al escucha.
Como lo preludia el nombre del disco, estamos ante un material sonoro de fusión –algo que en realidad ha hecho el músico rupestre desde hace un buen de años: fusionar, experimentar, buscar, proponer…– del rhythm and blues y el huapango. El resultado lo ha denominado como el título del disco o también “huapanblues”. La verdad es que es muy grato e interesante.
De acuerdo con Rosas, pues lo menciona en el cuadernillo que acompaña al disco, el rhythm and pango se caracteriza por: a) incorpora indistintamente el “tapado” –golpe tradicional del huapango–, en compases binarios (4/4) y ternarios (3/4); b) utiliza golpes rítmicos en la tapa de la guitarra; c) construye sus melodías sobre una escala blue, y d) hace uso preferentemente de viejos textos de dominio público.
Así, “La rama”, derivado de un tema y una tradición del son jarocho, suena maravillosamente profana, muy unido el ritmo musical con el de la propia letra. En “Hiroshima en Manhattan” no hay nada de huapanblues, sino una especie de rap mesurado, con un tono fúnebre. Pero vuelve a resonar el huapangoblues en “El quelite”, que cautiva con la simbiosis de letra y música. A continuación nos pone a bailar con “Cumbia vudú”, sabroso y contagioso tema, con sus ídems reiterativos.
Después sigue “Rhythm and Pango lied”, en la que llama la atención el empleo de términos como ese neologismo que propone de la fusión de géneros y el de canción en alemán, lo que implica dos cosas: anticipa lo que compone el autor e implica, quizá, su deseo de equiparar ambas corrientes, lo culto y lo popular, ¿caras de la misma moneda? Muy interesante su desarrollo, logrado con base en sonidos onomatopéyicos y letras significativas.
Posteriormente, Rosas transforma “El tren”, son jalisciense de dominio público, en una canción sincopada, con ritmo del joropo venezolano, como aclara en la nota respectiva. Luego siguen unas “Variaciones para rhythm and pango” con sonidos más cultos, más en busca de la resonancia del sonido puro de la guitarra.
“Todos uno mismo”, el tema siguiente, es un hip-hop optimista, que con su letra busca contribuir a la fraternidad universal, derribar ideologías y prejuicios, crear conciencia de que, en efecto, es cierto lo que dice el título, así de básico, de esencial. Por último, cierra con su particular versión de “Las mañanitas”, que suenan muy huapangueras, con la intención de “hacerlas más festivas”. No sé por qué, pero me recordó mucho a la rola “Huapanguero” del Rockdrigo.
Por cierto, aparte de los que no son huapanblues, Armando Rosas consigue recrear esos temas tradicionales con un toque muy personal, muy blusero, que se disfruta mucho, pues hace vibrar el alma y mover los pies. El diseño del disco es atractivo, bien logrado: unos perros le ladran a las nubes en unos cerros mientras un músico (¿huapanguero-blusero?) toca la lira. Una cosa más: toda la música y los arreglos, así como la letra de las canciones que no son de dominio público –”La rama”, “El quelite”, “El tren” y “Las mañanitas”–, son de Armando Rosas, excepto en la cumbia, donde colaboraron su hijo Santiago y su sobrino Álvaro Morales.
Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com
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