
El “Ángel de Queens”: pequeño de estatura, pero con un gran corazón, es originario de Colombia
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El arroz con pollo es
parte del menú que los
hambrientos trabajadores
reciben como caído del cielo
Foto: Internet
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Traducción: Nelson Merchant
Colaborador Azteca 21
Queens, NY.- 31 de Diciembre del 2007.- (ADAM B. ELLICK/New York Times) Cada día de la semana, empezando a las 7 de la mañana y continuando hasta las 7 de la noche, hombres cansados y vestidos con chaquetas y zapatos desgastados se reúnen en la esquina de la Avenida Roosevelt y la Calle 73, en Jackson Heights, Queens, bajo la sombra del bombillo.
Girando sus cabezas como viendo un partido de tenis, los hombres escanean cada coche, con la esperanza de que un conductor se detenga y les ofrezca hasta 100 dólares a cambio de un día de 10 horas de intenso trabajo en un proyecto de construcción o demolición en Long Island.
Pero las ofertas de trabajo son escasas en estos días y la competencia por los puestos de trabajo es intensa. Al acercarse el invierno, un hombre puede pasar todo el día tiritando y desesperadamente hambriento, porque estos jornaleros, muchos de ellos procedentes de México o de otras partes de América Latina, no sólo son inmigrantes pobres con la necesidad de trabajar, sino que también muchos de ellos son también personas sin hogar, o casi sin hogar.
"Hemos venido aquí a buscar trabajo", dice un hombre de 47 años llamado Carlos Suárez, ecuatoriano, mismo que abraza una cobija barata con diseño de leopardo que también le sirve como cama. "No hay ninguno. ¿Qué podemos hacer?"
Suárez dice que ha pasado a veces días sin comer y en ocasiones, ha sobrevivido sólo con pan. Pero durante los últimos tres meses, ha comido al menos una comida caliente al día, gracias a un ex-inmigrante ilegal que, con la ayuda de su madre, se ha convertido en un ángel de la guarda para estos trabajadores.
El hombre se llama Jorge Muñoz, es bajito de estatura y tiene 43 años; lo llaman por su apodo, “Colombia”, una referencia al país del que emigró hace 21 años.
Cada noche, alrededor de las 9:30, llega a la intersección desde su casa en Woodhaven, conduciendo una camioneta blanca cargada de suficiente comida casera para alimentar a las decenas de trabajadores que se congregan allí.
Para muchos neoyorquinos, el Día de Acción de Gracias es un fin de semana para hacer un breve servicio de voluntariado en una iglesia o en una cocina que prepara comidas para personas sin hogar. Para Muñoz, la fiesta es sólo otra noche dedicada a la alimentación de su rebaño “no oficial”.
"Cada noche, Jorge está aquí", dijo uno de los trabajadores, -su cara sale de una sudadera con capucha-. “No interesa si hay lluvia, tormenta o relámpagos. Él realmente lo hace de buena voluntad”.
"Él nos alimenta a todos y esto hace que el estómago esté feliz", agrega el trabajador. "Él es un ángel."
Cuando Muñoz llega en la camioneta, varios trabajadores presionan sus caras a los vidrios polarizados, con la esperanza de tener una idea de lo que será la cena. Saltando en la parte trasera de la camioneta, Muñoz empieza a desamarrar los contenedores llenos de chocolate caliente que expiden vapor y descubre las bandejas de pollo asado preparado en su casa. En la medida en que los trabajadores reciben sus recipientes desechables con pollo y arroz calientitos, ellos le agradecen respetuosamente como si fuera un padre, sin importar que Muñoz sólo mida 1.58 de altura, quien con su corte de pelo y la sonrisa a flor de labio podría pasar como un muchacho de 20 años.
"Dios los bendiga", dice un trabajador mientras saborea su comida. "No he comido en tres días."
Muñoz responde con una sonrisa, "Puedes comer aquí todos los días a las 9:30."
La relación entre Muñoz y muchos de los hombres que se alimenta es personal. "Uribe, qué quiere ¿más café?", pregunta cuando ve una cara familiar. "Simón, ¿quiere repetir pasta?"
En cierto modo, Muñoz parece necesitar de los hombres tanto como ellos necesitan de él. Su programa de comidas “no oficial” da sentido y enfoque a su vida. Él está tan ansioso de ayudar a su clientela como ellos de ser ayudados.
"Sé que estas personas están a la espera de mí", dice de las emociones que alimentan su quijotesca y quizás obsesiva cruzada. "Y yo me preocupo por ellos. Tendrías que ver su sonrisa. Esa es la forma como ellos me pagan".
Gran corazón, tamales especiales
La operación a través de la cual estos trabajadores se han alimentado gratis comenzó hace tres años y se financia principalmente de los $600 a la semana que Muñoz gana conduciendo un autobús escolar.
Su vida gira casi exclusivamente en torno a la preparación y el servicio de comidas. Toda la cocina se hace en la pequeña casa gris con revestimiento vinílico donde vive con su madre de 66 años, Doris Zapata y su hermana Luz, quien trabaja para la Administración de la Seguridad Social.
Él telefonea a la casa desde la calle una docena de veces al día para planificar los menús. Tiene pocos amigos y no tiene aficiones.
"No he visto una película en dos años", Muñoz dice una tarde en su cocina mientras hierve la leche para el chocolate caliente. "Pero a veces escucho música cuando estoy conduciendo."
Su hermana describe la situación sin rodeos. "Él no tiene vida", dice, mirando de una manera extraña y desde lejos a su hermano mientras ella remueve una olla con lentejas hirviendo. "Pero él tiene un gran corazón. Él realmente lo tiene".
Muñoz también tiene aguante. Cada mañana se levanta a las 4:45 para evaluar su inventario de alimentos, que se pone a disposición, en parte, con la ayuda de amigos y conocidos. Él no tiene que ir lejos.
Un congelador gigante que ocupa casi la mitad de la sala está lleno de carnes y verduras cocidas que recoge dos veces por semana de colombianos conocidos que trabajan en la industria de la alimentación en Long Island, pero cuyos nombres Muñoz no revela para no poner en peligro sus puestos de trabajo. La mesa de comedor está llena de cajas de bagels ligeramente estropeados y rollos donados semanalmente por “Monteforte”, una panadería Italiana en Richmond Hill. De la “Panadería y Tortillería Mexicana Tía Betty” en Woodhaven, llegan bolsas de pan dulce.
"Un día Jorge entró solo y pidió comida para su gente", dijo Tomás Gutiérrez, dueño de “Tía Betty”. La semana pasada hicimos especialmente tamales para su muchachos".
La entrada de la casa de Muñoz esta repleta de botellas de tamaño comercial de salsa de tomate y mayonesa y la sala está repleta con sus compras de sus viajes semanales a COSTCO: 15 bolsas de espaguetis, seis latas de salsa de tomate, cajas de plástico y contenedores están en frente de la televisión. Muñoz dice que él no ha visto la televisión en más de un año.
Las penalidades de una familia
Aunque la señora Zapata no ayuda a entregar las comidas, ella es socia en igualdad de condiciones en la operación de su hijo y su participación nació, en parte, de sus propias experiencias.
Durante los primeros años de su matrimonio, la familia vivía en una pequeña ciudad en Colombia. En 1974, su marido fue muerto cuando un camioneta que pasaba aventó una piedra que le pegó en la cabeza mientras se hallaba sentado afuera de la fábrica de distribución de café donde trabajaba. Aunque sus padres la apoyaron mensualmente con comida para alimentar a Jorge y Luz, -que en esa época tenían 9 y 10 años de edad-, la ayuda no era suficiente.
En 1984, después de una década de lucha, la señora Zapata dejó a sus hijos con sus padres y comenzó el viaje que finalmente la llevaría a Bushwick, Brooklyn, donde encontró trabajo como niñera-, ganando $120 USD a la semana.
En los siguientes dos años ella ahorró lo suficiente para traer a sus hijos a la ciudad -los tres son ahora ciudadanos de los Estados Unidos-, pero la osteoporosis y la artritis que han torcido sus manos y hunden su espalda la obligó a jubilarse hace siete años.
Todas estas experiencias han hecho que sienta una especial empatía por los trabajadores a los cuales su hijo alimenta.
"Nosotros fuimos inmigrantes y fuimos ilegales," dijo una tarde la señora Zapata mientras ponía el jugo de un limón en un recipiente de arroz. "Así que me imagino que los trabajadores también andan con miedo, escondiéndose de la policía, escondiéndose de la inmigración."
La señora Zapata piensa que entiende los sentimientos que animan a su hijo, a quien ella llama con cariño “Georgie”. Él siempre ha sido un buen samaritano, agrega y recuerda que esa virtud salió a flote cuando él tenía sólo 7 años y un hombre vino a su casa pidiendo comida.
La señora Zapata dijo al pedigüeño que no tenían comida de sobra. "Pero Jorge sin dudarlo le dio su plato", recordó. "Le dije, 'Jorge, usted tiene que comer para ir a la escuela.' Y él dijo, 'No, yo solo comeré pan".
"Los muchachos me están esperando”
La misión compartida por la madre y el hijo empezó hace tres años cuando colombianos conocidos que trabajan en la industria de alimentos le mencionaron a Muñoz que el sobrante de alimentos era desperdiciado en sus lugares de trabajo. Una tarde en la misma época, notó la cantidad de trabajadores agrupados en el andén.
Paró para hablar con ellos y se enteró de que la mayoría de ellos duermen bajo el puente del Brooklyn-Queens Expressway, en la Calle 69 o en la sala de emergencia del Hospital Elmhurst, donde pueden permanecer hasta las 5:00 AM, hora en que tienen que salir. Para ahorrar dinero, ellos se saltan algunas comidas y el poco dinero que tienen en sus bolsillos, lo envían a sus parientes y familiares en sus respectivos países.
En un principio, el compromiso de Muñoz a la alimentación de estos hombres fue modesto. Tres noches a la semana, el rellenaba cada una de las ocho bolsas de color marrón con una fruta, una galleta y un jugo de caja; las bolsas las cargaba en su camioneta y se dirigía a la esquina donde los hombres se congregaban. La noticia se propagó y en un año, Muñoz y su madre fueron preparando 15 cenas calientes cada noche. Ahora se alimentan varias decenas en una sola noche.
"Una vez que empecé, no pude volver atrás", dijo una noche cuando se disponía a salir. "Los muchachos están a la espera de mí. Estos muchachos, no tienen nada. Ellos viven en la calle. No tienen familia. Ellos no tienen parientes, nada. Ellos sólo me esperan. Y digo, 'OK, no hay problema"
Si es Sábado…
Dado que las donaciones son esporádicas y las cantidades impredecibles, cocinar para una multitud en una cocina del tamaño de un lugar para estacionarse, es un desafío logístico.
Una tarde como a las 3, la Sra. Zapata se encontraba mirando una bandeja de cocidos congelados de pollo asado que habían sido donados por uno de los benefactores de su hijo. A las 4 el pollo se había descongelado, pero ella calculaba que solo alimentaría a 20 personas. Su hijo, que acababa de regresar de su trabajo en el autobús, le había dicho que se necesitaban 30 comidas. Por esta razón es que comenzó el proceso de las noches especiales de revisión del menú.
El tiempo es esencial. Muñoz se esfuerza y se asegura de que los trabajadores se alimenten a la misma hora cada noche, de lo contrario, teme que los perderá.
En un calendario sujetó a la nevera, que tiene 10 imágenes de Cristo, la señora Zapata ha escrito el menú de la semana. Martes: carne de cerdo con frijoles horneados. Miércoles: hamburguesas en salsa barbacoa. Jueves: pasta con carne.
Como si siete noches no fueran suficientes, los viernes Muñoz recoge waffles y panqueques donados y sirve el desayuno del sábado para 200 trabajadores en siete lugares en Queens. Para la cena para el domingo, en lo que él describe como su "día libre", él y su hermana hacen 40 sándwiches de jamón y queso.
Esta tarde Muñoz y su madre analizan el menú de la semana para determinar que pueden usar sin afectar el menú para el resto de la semana. Después de revisar brevemente lo que tienen en el porche, Muñoz decide hacer pasta con atún.
Al poco rato, ollas en los cuatro quemadores de la estufa burbujean con leche, pasta y arroz blanco y amarillo. A la espera de que se caliente el pollo, la señora Zapata y sus hijos comenzan a clasificar las cuentas a pagar sobre una silla de la habitación, ya que no tienen otro espacio. La electricidad les cuesta alrededor de $120 al mes y el gas $100 cada dos meses.
Según Muñoz, la familia gasta cerca de $200 a la semana en el servicio de comidas.
"Si hubiera una elección", dice, "me encantaría hacer un buen desayuno con un presupuesto adecuado. Y me encantaría hacer el almuerzo, también."
Para las 5 de la tarde, se encuentra casi listo para irse. Se recarga un momento contra la pared de la cocina y cierra los ojos por un momento. Después se estira, se toma su sexta taza de café del día y él mismo se sirve un poco de lentejas encima de un arroz con mantequilla. Esa es su cena y como los trabajadores, él también come de pie.
A las 8:30, la camioneta está cargada. "Hasta luego Mami", Muñoz le dice a su madre mientras le da un beso y le dice. "Te quiero"
En el camino, se detiene frente a la Iglesia Ministerial de Jesucristo en Woodside, como lo hace todas las noches. Cuando llega en la esquina, los hombres alineados hacen fila enfrente de la caja de la camioneta, que funciona como mostrador. Él entrega la comida de los hombres. Casi todos los que están ahí, son los mismos de la noche anterior. Un hombre llena sus bolsillos con cartones de jugo de naranja para aguantar hasta la próxima comida. Después de aproximadamente 10 minutos, la camioneta está vacía.
Muñoz voltea el termo con el chocolate caliente. "Creo que queda un poco", le dice a uno de los trabajadores. "Hay un poco, hermano. Usted tiene la última gota".
Héctor Peralta, un mexicano que viniera a los Estados Unidos hace cinco años, ha estado comiendo las cenas de Muñoz por cuatro meses. Sin ellas, dice, tendría hambre. "Nosotros no sabríamos qué hacer", dijo. "Esta es mi primera comida desde el día de ayer."
La gratitud va en ambos sentidos.
"Me siento realizado cuando veo a estos muchachos con la cara sonriente", dice Muñoz. "Debido a que tienen algo de comer antes de ir a dormir."
Ana Toro contribuyó a la presentación de informes.
Video: http://video.on.nytimes.com/?fr_story=489fcb03550e4e83a1fbf50111c08461a47aacc1
Artículo original en Inglés: http://www.nytimes.com/2007/11/25/nyregion/thecity/25dinn.html?pagewanted=3&_r=1