La piel del Zócalo: crónica de una madrugada inolvidable

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Una de las tomas que logró
el fotógrafo Spencer Tunick
en la plancha del
zócalo capitalino
Foto: Cortesía
spencertunickmexico.unam.mx
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Por Darío S. González M.
Reportero Azteca 21
Ciudad de México. 2 de junio de 2007. Dicen que los mexicanos somos flojos e informales, pero a las cuatro de la mañana del domingo 6 de mayo el Eje Central ya presentaba tráfico intenso. También existe la creencia de que somos muy conservadores y, pese a eso, esta concentración fue la mayor lograda por Spencer Tunick, con todo y que nos estamos comparando con ciudades europeas, como Barcelona, donde el fotógrafo apenas consiguió reunir menos de la mitad de lo que aquí, en la tierra del tequila.
Eso sí, no podemos negar que es común en nuestra cultura dejar todo hasta la última hora, por eso se quedaron fuera de la fiesta más de dos mil personas que llegaron tarde o se decidieron hasta el final y aunque pudieron registrarse previamente a las cinco de la mañana en el lugar, era tal la cantidad de gente que no alcanzaron a entrar a la obra de arte.
Mucho se ha dicho al respecto, y es curioso ver que más lo comentan, critican y creen saber, justamente quienes por una u otra razón no asistieron, aunque cabe recordar que la convocatoria fue abierta al público en general. Miles de pretextos pregonaron las personas que no fueron aún estando registradas, no digamos ya de quienes, desde un inicio, la sola idea de ver y ser visto les pareció, y todavía les parece, abominable.
Los argumentos que escuché para no asistir, de quienes pudieron haberse unido a la concentración, fueron múltiples y hasta cómicos: hombres que temían y se avergonzaban por, según confesaron, no ser capaces de controlar su erección; mujeres con miedo no ya de mostrar su cuerpo desnudo ante miles de desconocidos, sino de ser víctimas de los olores que emanarían de tantos individuos, ya sea por temor a las hediondeces o por sufrir un arrebato de lujuria similar a la que provocó Grenouille, el de “El perfume”, el día que las leyes francesas pretendieron condenarlo; mujeres y hombres que aseguraban no atreverse a mostrar lo que con falsa honestidad llamaban sus “miserias”, refiriéndose a sus genitales.
Por fortuna, hubo participantes que pudieron sobreponerse a todo y ahí estaban, incluso quienes no tenían permitido ir, como una de mis vecinas momentáneas, con 17 años apenas, quien no había burlado la autoridad de sus padres, pues iba acompañada de su progenitora. También acudieron los que no estaban en las mejores condiciones para ir, como aquel tipo que se valió de un compañero para usarlo como muleta, puesto que tenía un pie vendado, seguramente herido.
Incluso había personas que, por sus características, era imposible que se perdieran en el anonimato que generosamente otorgaba la masa y no me refiero a los artistas (que todos lo fuimos entonces), grandes personalidades o políticos. No, hablo de un enano, un gran obeso y un hombre en silla de ruedas, por ejemplo, quienes pudieron sobreponerse a sus prejuicios y se sumaron al conjunto de humanos desnudos.
Lo cierto es que los 18 o 20 mil individuos que nos reunimos ese domingo por la madrugada en el Zócalo de la Ciudad de México estuvimos, unos más, otros menos, esperando el gran momento con mucho nerviosismo, manifestado con risas, chascarrillos, coreando goyas o gritando con orgullo el nombre de nuestro país, alternando con aplausos y emoción.
El ambiente era de fiesta, de mitin, de fraternidad, de una masiva complicidad. Predominaron los universitarios, hombres y mujeres de un rango de entre 20 a 40 años. Claro que había gays, lesbianas, personas de la tercera edad y algunos menores de 18 años que se colaron, pero no formaban un sector significativo, mucho menos mayoritario.
Éramos tantos que fue evidente que los organizadores, con todo y altavoces y micrófonos con potentes bocinas, resultaron insuficientes. Aquello habría sido un caos si no se suscitara lo que nadie imaginó: el ambiente de urbanismo, tolerancia y respeto que permitió que las mujeres desnudas pudieran estar a menos de diez centímetros de distancia de una masa de extraños en las mismas condiciones y que nadie las acosara, molestara ni mucho menos tocara.
Cuando el neoyorquino dio la instrucción por todos esperada, al instante nos dimos a la tarea, todos en conjunto, de quitarnos la ropa, y con ella el pudor, los prejuicios y miedos, no sólo particulares, sino hasta de nuestros abuelos y que llevamos como herencia en la sangre y en nuestra conducta. En menos de un minuto olvidamos esos lastres culturales y caímos en la cuenta de que no había nada de malo en mostrar nuestros cuerpos tal cual son.
El frío de la madrugada nos hizo recordar por qué, originalmente, nuestros antepasados decidieron cubrir su piel, pero el calor que emanaba de la masa desnuda consiguió que nos abrigáramos y entendiéramos cuán profundamente somos seres sociales, es decir, necesitados de vivir en grupo.
La baja temperatura de la piedra que cubre la plancha del Zócalo fue todavía más inclemente con nuestros pies acostumbrados a usar calzado; no obstante, caminar por entre filas de hombres y mujeres que teníamos en común la desnudez fungió como paliativo. Por supuesto que la curiosidad inicial hizo que todos nos miráramos las partes que regularmente están cubiertas por tela, ahora ausente; pero luego de un tiempo, las miradas que nos lanzábamos eran más a nuestros rostros, a nuestros ojos. Miradas cómplices, miradas que permitían darnos cuenta de que, así como somos, así son los demás.
Tras haber atravesado la plancha de lado a lado y tener una visión más general de esa obra de arte que estábamos construyendo, esa alfombra de piel que parecía homogeneizarse en un color y en un cuerpo formado por cientos de metros epidérmicos, todo eso dejó en el olvido o al menos en segundo lugar el espoleo del frío en nuestro mayor órgano.
El descubrimiento de nuestra piel fue más allá del mero retirar atavíos, significó un encuentro íntimo con lo sencillo, lo simple, lo natural y, en todo ello, con la belleza exterior humana, no la individual de cada mujer u hombre pues, dicho sea de paso, no fue un concurso de modelos que compitieran entre sí por ostentar un cuerpo bello, según los cánones en boga. No. La belleza de esos cuerpos en masa trascendía la de cada individuo, trascendió el morbo, la sexualidad y hasta el erotismo. Fue como si de repente nuestras pieles se convirtieran en pinceladas de un gran cuadro paisajístico pero con estilo abstracto, surrealista… y vivo.
Cuadro vivo, sí, y muy mexicano, porque nunca cesó ese ambiente festivo, jocoso, donde constantemente se hacían bromas para romper la tensión, se soltaban carcajadas, se abucheaba a los organizadores por andar vestidos, por su mala traducción cuando indicaron “Procuren tapar el hueco que tienen atrás con algún compañero”, por ejemplo. Tampoco Spencer se libró de nuestra burla cuando, en algún momento, osó pedirnos seriedad, es decir, que no riéramos. ¡Ja, olvidó que estaba en México!
Es verdad que hubo sorpresas desagradables para las mujeres, pero fueron por motivo de desorganización, porque al fotógrafo se le ocurrió la idea de separarlas de los hombres y mandarnos a vestir, de modo que cuando ellas volvieron a recoger sus ropas y vieron que ya los hombres nos habíamos vestido, pensaron que se había permitido el paso a gente que no había asistido. Muchas se llenaron de vergüenza, se había roto el encanto de la equidad que apenas minutos atrás campeaba en los casi veinte mil (según cifras oficiales) que concurrimos esa inolvidable madrugada de mayo. Había operado también el truco de la ropa, que funge no sólo como protectora, sino como disfraz, como delatora de clases sociales pero, y fue justo en ese momento en que no pudo ser más evidente, como Muro de Berlín psicológico.
Con todo, la experiencia por sí misma valió la pena, y hasta hoy sólo he sabido de gente que lamenta no haber asistido, pero no de algún arrepentido que participara en ese desnudo masivo compuesto por casi veinte mil almas, el primero que se hace en México, y espero que no el último.
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