Breve crónica del centenario de un grande hombre: Leandro Corona Bedolla

Don Leandro llegó a los 100 años y ninguna
autoridad cultural se apersonó a felicitarlo,
a garantizarle que su música no se acabará con él,
 como si músicos de su talla se dieran en maceta
 Foto: Gregorio Martínez M./Azteca 21

Por Gregorio Martínez Moctezuma
Corresponsal Azteca 21

Zicuirán, Michoacán. 27 de febrero de 2007. Poco a poco comienza a clarear sobre esta población michoacana, perteneciente al municipio de La Huacana, en la región conocida como Tierra Caliente. Hoy es un día especial para don Leandro Corona Bedolla, violinista nacido en Urapa, en el municipio de Ario de Rosales, dentro de una familia de “jaraberos”, músicos que tocaban jarabes.

El destino inescrutable, no obstante, le tenía reservado un lugar de honor en la música calentana, de los conjuntos de arpa grande, de lo que él llama “música de Churumuco-La Huacana, no hay otra como ésta”, música de sones y gustos que está a punto de desaparecer, a quedarse en el recuerdo de algunas mujeres y hombres viejos, en unas pocas grabaciones y en el testimonio de contados investigadores.

El sol aparece en el horizonte y una tenue claridad se asoma entre las tablas que forman las paredes del cuarto de madera. Don Leandro se despierta pasadas las seis de la mañana. Seguramente, en su pensamiento ronda la ilusión de festejar y una sonrisa ilumina los surcos de su rostro. Pero, casi de inmediato, la tristeza toca su corazón. Para evitar que lo domine, inicia sus cotidianos rezos al Creador, a su “madre” la Virgen.

Después, poco a poco comienza a arreglarse: un pantalón negro y una guayabera guinda, impolutos y sin ninguna arruga; sombrero. Sale a la luz, apoyado en una andadera, regalo de un amigo y admirador, que le es de mucha ayuda. “Camino bien y si me canso, me siento”, dice y ejemplifica sus palabras.

Se muestra contento por su cumpleaños. “Me da gusto que me visiten mis amigos, mis familiares; que no me olviden”. Y platica consigo mismo, mientras desayuna un champurrado de agua y un bolillo, que remoja en el atole antes de morderlo. Tiene una buena dentadura, no usa anteojos, su memoria y lucidez están incólumes y el oído es el único sentido que le falla, pero, si se le habla con voz más fuerte, aún escucha bien.

Conforme el sol disipa la ligera humedad matinal, don Leandro desgrana recuerdos, vaticina la visita de primos e hijas, amigos. En una bolsa de la guayabera carga una especie de “mamila” –envase de plástico de una bebida reconstituyente–, a la que de vez en cuando le da breves sorbitos. Parece mezcal, mas alguien me aclara que a don Leandro “le gusta el tequila blanco, Sauza”.

Ya entrada la mañana, bosteza y se recuesta en un catre colocado en el patio, lecho de alguno de los invitados que año con año vienen a reiterarle su admiración, cariño y reconocimiento. Don Leandro duerme; mientras, en el patio de una de sus nietas se prepara la tabla para el baile; en otro, se destaza un cerdo. En las cocinas del enorme solar fraccionado, las mujeres preparan la comida. Es un terreno grande, dividido, al parecer, en tres partes.

Cerca del mediodía comienzan a llegar las visitas. Don Leandro, ya con guayabera gris, las recibe a la entrada de su cuarto, en cuyas paredes externas se encuentran las fotos de sus seres queridos y tres marcos con reconocimientos: uno de Discos Corasón, “por su trayectoria como violinista desde 1925, su impresionante voz de falsete y por pertenecer a los legendarios conjuntos de arpa grande de El Lindero (Hacienda Vieja) y Zicuirán”, así como por mantener viva la música de la región, fechado en mayo de 2004; otro del Ayuntamiento de La Huacana, que lo reconoció en septiembre de 2004 por su destacada trayectoria e impulsar la música regional, y uno más, posterior, de junio de 2005, del Gobierno de Michoacán, el CONACULTA y el Ayuntamiento de La Huacana por “su aporte a la música tradicional de Tierra Caliente”.

La mayoría de los visitantes son ancianos, hombres y mujeres, que abrazan a don Leandro y le entregan regalos; algunos, con disimulo, le depositan algún billete en la bolsa superior de la guayabera. No es extraño que alguien llore al ver al mítico personaje, que a alguien le gane el sentimiento por el recuerdo de un determinado suceso. Como el caso del esposo de la hija de don Antioco Garibay, legionario “arpero” o arpista, que lo veía y escuchaba con veneración durante varios minutos, hasta que la marea de los recuerdos le arrancaba las lágrimas, que secaba con un pañuelo.

El desfile de visitas, regalos y parabienes continuaba. Los músicos van llegando. En primer lugar lo hacen "Los Jilguerillos del Huerto", de Turicato, que le tocan unas piezas a don Leandro; luego hacen su aparición varios de los integrantes de "El Alma de Apatzingán", conjunto de arpa que mantiene la tradición muy a su estilo, que felicitan a don Leandro y le cantan “Las Mañanitas”.

Y de ahí se siguen con otras piezas; la fiesta comienza de veras. La gente los rodea y aplaude. Don Leandro parece feliz, aunque algo distante. Es consciente de que este renombrado conjunto regional ya no toca al estilo viejo, a su estilo. Tiene su propio estilo, “nuevo”. La celebración se traslada al patio donde se instaló la tabla en la mañana. Toca El Alma… y don Leandro está a un lado, sentado, escuchando, velando su arma, su entrañable e inseparable violín.

La comida comienza a circular desde las tres cocinas del terreno, de las ramas de un mismo tronco familiar ahí aposentado: tostadas de pollo, arroz con pollo, carnitas, corundas, cervezas, agua de arroz y de jamaica. La música predomina, da gusto ver que hay bailadores jóvenes; la fiesta se pone alegre, como el calor.

Después se produce el momento tan esperado: don Leandro y don José Jiménez, su “segundero” durante más de cinco décadas, se incorporan al grupo y dejan escuchar las voces de sus instrumentos: únicas, antiguas, casi límpidas, grandiosas con todo y su efímera belleza. Nadie creería que ese pulcro y sereno ejecutante está cumpliendo 100 años. Todos reconocen su magistral dominio, su sonido que se transporta en el aire y toca los corazones, le pone alas a los recuerdos y fuerza a los pies.

Este insólito espectáculo no duró mucho, quizás una hora, pero fue suficiente para apreciar el tesoro que, inexorable, desaparecerá cuando la voz de ese violín se pierda en el silencio. Después tocan "Los Arrieros", entusiastas músicos fuereños que siguen la impronta de don Leandro, que pugnan porque no desparezca su arte, por tocar a su estilo. “No deben dejar que se acabe, ya la tienen, ahora deben tocarla”, dice cuando le pregunto qué piensa de que toquen su música.

El artista centenario tuvo que moverse del lado de los músicos, donde estaba tan a gusto, pues en el otro patio lo esperaban un pastel de crema azul, con el número 100 colocado en un borde del centro y líneas de chocolate con la leyenda “Felicidades Liandro (sic)”, así como decenas de niños y niñas, pues otra festejada era una niña de nombre Melina, seguramente su tataranieta.

Desde el centro de la mesa, patriarcal y majestuoso, don Leandro Corona Bedolla tal vez se imaginaba qué tocaban los músicos en el otro patio, pues sólo veía bailar a las parejas de bailadores, que se turnaban en una misma pieza para zapatear en la tabla, colocada sobre los bordes de un hoyo, hecho para aumentar la resonancia.

Nuevamente se escucharon “Las Mañanitas”, que tocaron “Los Arrieros”, cuando don Leandro apagó el 1 y los dos 0 que formaban tres velas y partió el pastel. A su lado ya se encontraban su hermano Isaías, que un tiempo tocó con él, y Conrada, su única hija sobreviviente. La tarde empezaba a declinar, aunque el resplandor del sol no menguaba.

Era hora de partir. “Que Dios lo lleve a su destino, que le dé más años, para que me visite”. La fiesta continuaba, pero la mirada del músico no brillaba, quizás pensaba en la próxima conclusión de su fiesta de cumpleaños, en que llegó a 100 años y ninguna autoridad cultural se apersonó a felicitarlo, a garantizarle que su música no se acabará con él, como si músicos de su talla se dieran en maceta. O quién sabe, a lo mejor pensaba en que pasaría otro año sin que lo visitaran sus familiares que no viven con él y sus amigos, sin que se acordaran de él. Quién sabe, pero, con el atardecer, tal vez sus recónditas ilusiones matutinas se murieron y la tristeza se adueñó de su mirada. Quién sabe…

Comentarios a esta nota: gregorio.martinez@azteca21.com

Leave a Reply