“Los misterios de La Ópera” o las fronteras entre realidad y ficción

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Portada de la novela
que se desarrolla en
gran parte en la
cantina ‘La Ópera’
Foto: Azteca 21
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Por Enrique Montañez
Reportero Azteca 21
Ciudad de México. 15 de junio de 2006. Desde un “estratégico” lugar en la cantina La Ópera, en la ciudad de México, Emmanuel Matta, protagonista y homónimo del autor de la novela, entre la degustación pantagruélica de los más exóticos y tradicionales platillos de la cocina mexicana, resuelve sucesos criminales de diversos grados de truculencia que los propios involucrados, directa o indirectamente, le presentan, ya sea por no querer hacer público el crimen o para valerse de la aguda intuición de este detective “amateur” antes que el departamento de policía, encarnado en el personaje del Capitán Radamés Toledano, proceda con sus lerdas investigaciones.
Viudas negras, asesinos de mujeres, desfalcadores, asesinos seriales de prostitutas, intrigas internacionales entre espías estadounidenses y agentes nazis, en plena ebullición de la Segunda Guerra Mundial, serán a lo que se enfrentará Matta desde su centro de operaciones, la histórica y famosa cantina del centro histórico del Distrito Federal, lugar que le infunde lucidez e inspiración.
Si atendemos con credulidad a la solapa de “Los misterios de La Ópera” (México, 2006), publicada por Random House Mondadori, bajo el sello Plaza y Janés, estamos ante el descubrimiento de un escritor disímbolo en las letras nacionales. Emmanuel Matta (Morelia, Michoacán, 1902), según la semblanza que nos ofrecen los editores, era un famoso cantante de ópera que adoptó el oficio de escritor después de sufrir un percance de serias consecuencias: “En 1937, durante la presentación de ‘Don Giovanni’ en el Palacio de Bellas Artes, cayó accidentalmente por un escotillón y quedó baldado para siempre”.
Matta, si continuamos confiando en los datos biográficos proporcionados, siempre tuvo serias dudas de que se tratara de un simple “accidente”. Después de lo ocurrido y “privado del uso ágil de sus piernas”, se fue a vivir a un pequeño departamento en la calle de Tacuba y “se instaló cotidianamente en el bar La Ópera de avenida Cinco de mayo. Allí empezó a conocer casos criminales”.
Los valores de la novela, paradójicamente, se hallan en la construcción semiótica de la especificidad de la obra, básicamente en los referentes autor-circunstancia de la escritura. Es decir, “Los misterios de La Ópera” es un ejercicio de metaficción al presentar como verdad la revelación de un escritor hasta ahora ignoto en el panorama de la literatura mexicana y que sin duda se trata del seudónimo de algún autor contemporáneo.
La metaficcionalidad está dada desde ese primer registro, la supuesta existencia de Emmanuel Matta; posteriormente, hay una imbricación mayúscula de esa “realidad” en los terrenos de lo imaginario (ficción sobre ficción) al momento en que el autor se convierte en personaje partícipe de la acción narrativa de su novela.
Pese a que existe un narrador externo que nos conduce por las acontecimientos, no hay un distanciamiento entre el Matta autor y el Matta protagonista; tan es así que, sin ninguna reprimenda, Matta autor traspola aspectos de “su vida real” al personaje principal, como las circunstancias siniestras que propiciaron el accidente que determinaría su vida e, incluso, se da tiempo durante los casos o capítulos que estructura la novela para exponer su teoría de lo sucedido aquella noche en Bellas Artes, algo en sí mismo digno también de una obra policiaca.
Más allá de eso, “Los misterios…” se ajusta a los convencionalismos del género policial. Cumple con las estructuras tradicionales establecidas muchos años atrás por Allan Poe, en su cuento “Los asesinatos de la calle Morgue”, es decir, el protagonista (y álter ego del narrador) es un detective improvisado que se encargará por voluntad propia de dilucidar el misterio, así como el enigma del “cuarto cerrado”.
Sin embargo, el personaje de “Los misterios…” sobresale por su singularidad respecto de sus similares que engrosan la narrativa policial. Aquí estamos ante un famoso tenor que, después de verse imposibilitado a continuar su reconocida carrera en el Bel Canto, se dedica a la detección criminal decidido a demostrar que el crimen perfecto no existe, porque “el criminal es humano, demasiado humano”.
Aun y cuando el Matta protagonista también se ciñe a las características naturales de los detectives del género policiaco, es decir, actuar no por deseo de restaurar el orden social, la legalidad y la justicia, sino por diletantismo intelectual y el someter a prueba su intuición y capacidad de discernimiento con los mínimos elementos posibles de los delitos ocurridos, muestra un rasgo propio: a diferencia del inmortal Dupin, él no necesita visitar la escena del crimen ni reconstruir la escena previa para resolver el enigma.
En este sentido, para desarticular el misterio de cada uno de los casos, Matta se vale más de su profundo conocimiento de las pasiones humanas, frecuente eje conductor del acto criminal, que de su desarrollada perspicacia detectivesca. Ese desciframiento de signos, la reconstrucción de la realidad con información incompleta, como define Umberto Eco a la novela policial, Emmanuel lo lleva a cabo simplemente atendiendo a la falibilidad de la naturaleza humana, provocada por su cualidad suprema: la imperfección.
A lo anterior debemos añadirle que Matta no se vale de un Watson como contraparte dramática, sino de dos “corifeos” homosexuales que fungen como sus ojos, manos, piernas y sentidos en el “trabajo de campo”, es decir, visitando la escena del crimen y recopilando para él algunas pruebas que no hacen sino corroborar sus hipótesis sobre lo que verdaderamente ocurrió. Cabe mencionar que el narrador muestra sobrado interés en señalar, de forma categórica, que Emmanuel Matta es “certificadamente heterosexual y sobriamente abstinente”.
Otro aspecto que puede rescatar a la novela del marasmo de convencionalismo policial es la contextualización de la misma, sólo sugerida, pero efectiva y nostálgica. “Los misterios…” está ambientada en una ciudad de México, entre 1943 y 1945, festiva, bohemia, donde impera la tertulia y las noches citadinas están tomadas por las funciones en las carpas, reinos de lo cómico propios para personajes como Palillo y Cantinflas, las siempre impredecibles casas de citas, las cantantes de cabaret y los amores prohibidos que propiciaban, los cines, como el Palacio, exhibiendo las películas que conforman la llamada época de oro de la cinematografía nacional, etcétera.
Resulta difícil explicarnos las razones de la editorial para publicar una novela bajo ese ardid autoral que hemos expuesto. Los mejores intencionados pensaríamos que ha sido así para intentar nutrir un poco más ese periodo de 1940 a 1960, ensombrecido por la poca producción de literatura mexicana en cuanto a creación de “novelas enigma” o “novelle noir” se refiere.
Sólo Antonio Helú, con su libro de relatos “La obligación de matar” (1946), y Rodolfo Usigli, “Ensayo de un crimen” (1944), figuran como los antecedentes narrativos inmediatos de “El complot mongol”, de Rafael Bernal. Ante la existencia de la obra de Helú y la magnitud de Usigli, poco favor le hace Emmanuel Matta, o cualquiera que esté detrás del disfraz, a la producción de la literatura policiaca nacional.
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